Un deseo que Dios pone, en medio de la prueba
A
los 13 años confiesa a su madre que quiere ser carmelita descalza. Esta se
opone y prohíbe a la muchacha hablar de ello y visitar a las monjas. Isabel no
quiere disgustar a su madre y acepta, pero a los 14 años se siente movida a
hacer un voto privado de virginidad. Exteriormente nadie lo notará, pero ella
vivirá suspirando por el Carmelo, tal como vemos en sus poesías y en sus
diarios. Por entonces escribe:
Jesús, estoy enamorada de ti / y deseo ser tu esposa
cuanto antes. Deseo sufrir contigo / y morir ya, para verte.
Y dos años después: ¿Por qué me haces –ay–
languidecer? / Cuánto me gustaría ser tuya ya y así vivir en soledad
contigo / lejos incluso de los que amo con locura.
¿Por qué me haces –ay– languidecer / dilatando el
cumplimiento de mis anhelos? Es el
Carmelo donde Dios me llama / y mi alma vuela presto a su reclamo.
Isabel
desearía entrar en el Carmelo para ser toda de Jesús, pero ante la oposición de
su mamá opta por entregarse al Señor cada día, en cada momento, en medio de sus
ocupaciones seculares, mientras espera el permiso para entrar al convento y vivir
ahí su vocación. Ella es carmelita en el mundo, vive toda su existencia
orientada hacia la santidad en su propio estado y en su propia casa, haciendo
lo que debe hacer con la mayor naturalidad y sin ruidos, esforzándose por vivir
las virtudes humanas de una manera extraordinaria. Entre estas virtudes
destacan su amabilidad con todos, su servicialidad, su inmensa alegría y
humorismo, los finos detalles que tenía con su madre y su hermana y su sentido
profundo de la amistad. Era admirada por su belleza y elegancia y querida por
la finura de su trato. Todos los que la conocen insisten en que es «encantadora».
En sus numerosas cartas cuenta sus partidos de tenis, sus largos paseos, las
fiestas y bailes, los conciertos… sin faltar referencias a vestidos, peinados,
moños ¡y pretendientes! Aparentemente, como una chica más de su edad y
condición. Si no fuera por el testimonio de sus escritos, desconoceríamos lo
que pasa en su corazón:
Mi corazón está siempre con Él / y día y noche piensa sin
cesar
en ese
celestial, divino Amigo / a quien su amor quisiera demostrar. También se eleva a Él este deseo: / No morir, sino sufrir por largo tiempo, sufrir por Dios, darle la propia vida / rogando por los pobres
pecadores.¡Estas son mis santas ambiciones!
Ni
los ruegos del párroco, ni la intercesión de otras personas hacen cambiar de
opinión a su madre. Finalmente, cuando contaba 19 años, su madre le dio permiso
para frecuentar a las carmelitas y hacerse una de ellas al llegar a la mayoría
de edad, que entonces se alcanzaba a los 21:
Margarita
ha vuelto a hablar a mamá de mi vocación […]. Después de comer, mi pobre madre
me habló del asunto y, cuando vio que mis ideas seguían siendo las mismas,
derramó copiosas lágrimas y me dijo que cuando cumpliera los veintiún años no
me impediría irme, que solo faltaban dos años, y que en conciencia no podía
abandonar antes a mi hermana. […] Cuando las vi a las dos llorando por mí,
también a mí se me inundaron los ojos de lágrimas. ¡Ay, Jesús mío!, tienes que
ser precisamente Tú quien me llama y me sostiene, tengo que verte a ti
tendiéndome los brazos por encima de estos dos seres tan queridos, para que no
se me parta el corazón. Yo haría cualquier cosa por evitarles una sola lágrima,
y soy yo quien se las hace derramar de esa manera… Lo sé, Maestro mío, Tú me
quieres y me das fuerzas y valor. En medio de mis lágrimas, siento una paz y
una dulzura infinitas. Sí, pronto podré ser tu esposa. Durante estos dos años
me esforzaré aún más por ser una esposa menos indigna de ti, Amado mío (Diario 105).
Ese
mismo día escribe una larga (112 versos) y emotiva poesía para dar gracias a la
Virgen, a la que estaba haciendo una novena pidiéndole que consiguiera la
autorización materna:
Oh, María, mi madre muy amada, / oh, Virgen, a quien
tanto he invocado, gracias,
gracias, mi gozo es demasiado; ¡qué alegría me inunda el corazón! […]
Aún no he terminado mi novena, / madre mía, y ya he sido
escuchada […]
Oh
mi Amado, mi amor incomparable, / ¡único por quien vivo y a quien amo tanto!
¡Jesús, sí, quiero consolarte! / ¡Divino Esposo, temo
estar soñando! […] Seré
tuya a la vuelta de dos años, / me cubriré con tu vestido santo. Como respuesta a tu llamada urgente, / todo lo dejaré por el Carmelo.
En
su primera visita a las Carmelitas, estas le entregan la Historia de un
alma de la Hna. Teresita del Niño Jesús, fallecida dos
años antes y con la que se sentirá profundamente identificada en su camino de
amor, de confianza y de abandono. En sus Notas íntimas vemos
con claridad sus sentimientos y deseos en estas fechas, en profunda comunión
con Sta. Teresita, a la que citará continuamente en sus cartas hasta el final
de su vida:
¡Jesús,
Amado mío, qué dulce es amarte, ser tuya, tenerte por único Todo! Ahora que
vienes todos los días a mi corazón, que nuestra unión sea más íntima todavía.
Que mi vida sea una continua oración, un prolongado acto de amor. Que nada
pueda distraerme de ti, ni los ruidos, ni las distracciones, nada ¿eh? ¡Cómo
me gustaría, Maestro, vivir contigo en el silencio! Pero lo que me gusta, por
encima de todo, es hacer tu voluntad. Y como Tú quieres que yo siga
aún en el mundo, me someto de todo corazón por amor a ti. Te ofrezco
la celda de mi corazón, para que sea tu pequeña Betania. Ven a descansar allí,
te quiero tanto. […] Quiero cumplir con perfección tu voluntad y corresponder
siempre a tu gracia. Deseo ser santa contigo y para ti, pero siento mi
impotencia: se Tú mi santidad. […] Cada latido de mi corazón es un acto de
amor. Jesús mío, mi Dios, ¡qué bueno es amarte y ser totalmente tuya! (Nota
íntima 5).
A
medida que se acerca su 21º cumpleaños, parece crecer la oposición de su madre
a su entrada en el Carmelo. Isabel alcanza una madurez asombrosa y sabe vivir
en plenitud su vocación cristiana en el mundo, aunque con el corazón en su
amado Carmelo:
Si
viera cómo sufro viendo a mi pobre mamá desconsolada a medida que se acerca mis
veintiún años… Se deja influenciar mucho: un día me dice una cosa y al día
siguiente, todo lo contrario […] Yo me entrego, me abandono en brazos de mi
Amado divino y me quedo tranquila: sé de quién me he fiado. Él es todopoderoso,
que lo disponga todo a su antojo. Yo solo quiero lo que Él quiere, solo
deseo lo que Él desea, solo le pido una cosa: ¡Amarle con toda el alma,
pero con un amor verdadero, fuerte y generoso! Durante estos días hemos estado
muy ocupadas en un montón de cosas, y ahora vuelven a empezar las reuniones.
Usted sabe lo poco que eso me gusta; pero, bueno, se lo ofrezco a Dios. Me
parece que nada puede alejarnos de Él si obramos solo por Él, viviendo siempre
en su sagrada presencia y bajo esa mirada divina que penetra hasta lo más
íntimo del alma; incluso en medio del mundo se le puede escuchar en el silencio
de un corazón que quiere ser solo suyo (Cta. 38).
A
pesar de su dolor, encuentra fuerzas para consolar a una joven que se encuentra
en una situación parecida a la suya. No decrecen sus deseos de hacerse
carmelita, pero sabe que tiene que vivir el presente con intensidad, que no
debe esperar a estar en el convento para ser toda de Jesús, que también en su
casa y en medio de mil actividades puede alcanzar la plenitud del amor:
Jesús
quiso, hace un año, que nuestras almas se encontrasen; Él fue quien nos unió
tan íntimamente. ¡Ese es el secreto de nuestro profundo afecto! Hay algo muy
íntimo entre nosotras. El viernes pasado se lo decía yo a nuestra madre,
hablándole de ti. Querida hermanita, déjate cuidar, no seas imprudente, ¡hazlo
por Él! ¡Qué bueno es nuestro Prometido, sí, qué bueno es! Y cuando nos prueba,
parece, ¿no es cierto?, que está todavía más cerca y que la unión es más
íntima. ¿Sabes?, nosotras somos sus víctimas, Él nos marca con el sello de la
Cruz para que nos parezcamos más a Él. ¡Ah, cómo te ama, querida
Margarita, a ti a quien se complace en ponerte en su Cruz! Hay trueques de amor
que solo en ella pueden comprenderse... Voy a confiarte una cosa: ¿Sabes?, me
parece que Él es nuestra Águila divina y nosotras somos las presas de su amor.
Él nos coge, luego nos pone sobre sus alas y nos lleva muy lejos, muy alto, a
esas regiones en las que al alma y al corazón les gusta perderse... ¡Sí,
dejémonos coger, vayamos adonde Él quiera! Un día, nuestra Águila
adorada nos hará entrar en esa patria por la que suspiran nuestros corazones.
¡Ay, qué felicidad, hermanita, qué bien estaremos allí! Peromientras quiera
dejarnos aquí en la tierra, amemos, amemos todo lo que podamos, vivamos de
amor, queridísima hermanita (Cta. 41).
Las
vacilaciones de su madre hacen crecer su sufrimiento, que se convierte en
instrumento de purificación y de identificación con Cristo: «¡Cuánto
sufro, Dios mío! Pero acepto seguir en este estado todo el tiempo que a
ti te plazca, pues este feliz sufrimiento purifica mi alma que Tú quieres
unir más íntimamente a ti. Más, más aún, todo el tiempo que quieras, pero sosténme Tú,
pues soy muy débil. Tú ya sabes que Tú, y solo Tú, eres el único a quien amo,
el único a quien vivo encadenada… Amor, ¡qué bueno es poder darte algo yo a ti,
que tanto me has regalado!» (Nota íntima 11). A pesar de todo, su
presencia exterior sigue siendo la de una joven alegre y educada, sin que nada
haga sospechar su dolor. Isabel se mantiene firme en su vocación y, apenas
cumple 21 años, hace comprender a su madre que su decisión es firme y que ya
nada se puede oponer a la realización de su deseo. Escribe numerosas cartas de
despedida a sus conocidos y, finalmente, el 2 de agosto de 1901 entra en el
arca santa del Carmelo, tan largamente deseada.