UNA COMUNIDAD MISIONERA
Hay una edad, la edad de la adolescencia,
en que todos, de una manera o de otra, buscamos o hemos buscado nuestro
“ídolo”; nos apasionan y nos ilusionan aquellas personas que de alguna manera
encarnan un ideal. A los 14 años, Teresita, amante de las lecturas de los misioneros y
misioneras, al terminar, de leer los Anales Misioneros de la Propagación de la
Fe, siente un vehemente impulso de imitar a aquellas religiosas que han partido
a la búsqueda de los que todavía no conocían a Cristo. Las admira y
comienza ya a sentir el deseo de hacerse religiosa de las Misiones Extranjeras
de París.
Le entusiasmaban aquellas crónicas que tan
bien sintonizaban con aquel hervor que bullía en su interior. En un momento
siente como un estallido en su corazón, y después de un silencio profundo
exclama: «¡Qué violento deseo siento de ser misionera! ¿Qué sucedería si lo
reavivase aún más con la visión directa de ese apostolado? Me haré Carmelita...
para sufrir más y con esto salvar más almas» (Consejos y recuerdos).
A la edad de 15 años y tres meses emprende
la subida al Carmelo en el convento de Lisieux. Allí, efectivamente, reaviva el
deseo de ser misionera cuando escucha la historia del convento que esa
comunidad había fundado en Indochina, en la ciudad de Saigón, trece años antes
de nacer ella.
La historia es conmovedora. Monseñor
Domingo Lefebvre, vicario apostólico de Indochina, se hallaba, a mediados del
siglo XIX, por segunda vez en la cárcel de Hué. Encadenado, como san Pablo,
pasaba los días orando en espera del cumplimiento de la pena de muerte a la que
había sido condenado. Pedía al Señor la gracia de un monasterio contemplativo,
con un grupo de almas orantes que se inmolaran por aquella misión para que
cesasen las persecuciones tan horrendas y sangrientas contra los misioneros de
Annam. Así se lo pedía también constantemente a santa Teresa de Ávila, de la
que era muy devoto. «Un día —nos cuenta— se me apareció la Santa y me dijo:
“Establece un Carmelo en Annam: Dios será grandemente glorificado”».
Pocos días después recibe en la cárcel la
grata noticia de que una prima suya ha profesado en el convento de Lisieux con
el nombre de Genoveva de la Inmaculada Concepción. ¡Dios iba abriendo camino en
medio de aquella selva oscura! Inexplicablemente y de forma providencial es
liberado de su condena a muerte y se le otorga la libertad.
No sólo se le habían abierto las puertas
de la cárcel, sino que también, a través de los signos, había brillado un rayo
de esperanza en medio de la tormenta de todos esos grandes nubarrones. Pronto
monseñor Lefebvre dirige una carta al convento de carmelitas de Lisieux. Por
aquel entonces estaba de priora la madre Genoveva de Santa Teresa; otra santa,
de la cual nos dirá santa Teresita que guardaba como una reliquia el pañuelo en
que había recogido su última lágrima. La respuesta fue rápida y decidida. El 1
de julio de 1861 tres religiosas salían para Indochina y el 15 de octubre de
ese mismo año se inaugura el primer Carmelo de Oriente en la ciudad de Saigón.
Se cumple la promesa de santa Teresa, y Dios fue “grandemente glorificado”,
porque en poco más de cien años han brotado de él unos cuarenta monasterios. Al
celebrarse el primer centenario, un periódico no católico de Saigón, Dong Nai,
hacía este comentario: “Por los pecados y delitos que cada uno de nosotros
puede cometer, sabemos que hay una religiosa encerrada en un monasterio de
clausura que está expiando por nosotros”.
La semilla caía en tierra buena y todos
estos relatos enardecían más cada día esos vehementes deseos que la joven religiosa
sentía por la salvación de las almas. «Desearía ser enviada al Carmelo de Hanoi
para sufrir mucho por Dios. Si me curo, quisiera ir allí para vivir enteramente
sola, sin alegría ni consuelo alguno en la tierra. Ya sé que Dios no necesita
de nuestras obras, y aun estoy segura de que allí no prestaría yo servicio
alguno, pero sufriría y amaría. Esto es lo que cuenta a los ojos de Dios»
(Últimas conversaciones, 15 de mayo).