LAS
LECTURAS
Alimentaba
esta aspiración permanentemente leyendo todo aquello que a sus manos llegaba
referente a las misiones y a los misioneros. La hermana mayor, sor María del
Sagrado Corazón, afirma de ella: “Leía con avidez la vida de los misioneros,
porque en ellos encontraba la expresión de sus propios deseos” (Sr. Marie del
S.C.). Y ella misma lo afirma en una carta que escribe al P. Roulland: «He
leído, después de vuestra partida, la vida de varios de vuestros misioneros [de
las Misiones Extranjeras de París]. Leí, entre otras, la de Teófano Venard, que
me interesó y emocionó sobremanera» (carta al P. Roulland).
Su
corazón se identificaba con los pensamientos y las acciones de los misioneros,
vibraba con ellos; así le acontece al leer la vida del joven mártir de Tonkín:
«Reflejan mis propios pensamientos, mi alma se parece a la suya» (Apéndice II).
Los mártires son siempre testigos elocuentes, que nos hablan con su vida hecha
palabra de fuego.
SENTIR
CON LA IGLESIA
(La
misión desde dentro, desde el alma, desde la oración)
Santa
Teresa de Ávila nos deja como testamento la herencia del amor a la Iglesia, a
la que ama y en la que desea morir. Teresa de Lisieux vive en profundidad este
amor. Tomando la imagen de san Pablo, contempla a la Iglesia como ese cuerpo
místico, con diversos y distintos miembros, pero que participan todos de una
misma vida, que es Cristo. Todos debemos ser canales para que a todas las
partes de ese cuerpo llegue la savia de la sanación y la salvación.
Todos
podemos ir prendiendo en el mundo pequeñas lámparas con la luz que arde en
nuestras vidas. La madre Inés de Jesús —su hermana Paulina— nos cuenta esta
confidencia: “Sor María de la Eucaristía quería encender los cirios para una
procesión. Mas no disponiendo de cerillas, se acercó a la lamparilla que ardía
ante las reliquias. La encontró medio apagada, con un débil resplandor sobre la
mecha carbonizada. Logró, con todo, encender su vela y con ella pudo dar fuego
a todas las de la Comunidad... Fue aquella llama, casi extinguida, la que
produjo aquellas bellas luminarias, las cuales, a su vez, podrían comunicarse a
otras infinitas e iluminar el mundo entero... Y todo se debería a la primera
lamparilla que originó este incendio. Lo mismo sucede con la comunión de los
santos. Frecuentemente, sin que lo sepamos, las gracias y bienes que recibimos
son debidas a un alma escondida, porque el Señor, en su bondad, quiere que los
santos se comuniquen recíprocamente la gracia por medio de la oración...
Cuántas veces he pensado que todas las gracias que he recibido se las debo a la
oración de un alma que pudo pedir por mí a Dios y a la que yo conoceré
solamente en el cielo" (Últimas conversaciones, 15 de julio).
«La
caridad me dio la clave de mi vocación. Comprendí que si la Iglesia tenía un
cuerpo compuesto de diferentes miembros, no podía faltarle el más necesario, el
más noble de todos los órganos; comprendí que tenía un corazón, y que este
corazón estaba abrasado de amor; comprendí que el amor únicamente es el que
imprime movimiento a todos los miembros, que si el amor llegase a apagarse, ya
no anunciarían los apóstoles el Evangelio, y rehusarían los mártires el
derramar su sangre. Comprendí que el amor encierra todas las vocaciones, que el
amor lo es todo, que abarca todos los tiempos y lugares porque es eterno. Y
exclamé en un transporte de alegría delirante: ¡Oh Jesús, Amor mío, al fin he
hallado mi vocación! ¡Mi vocación es el amor! Sí, hallé el lugar que me
correspondía en el seno de la Iglesia, lugar, ¡oh Dios mío!, que me habéis
señalado Vos mismo; en el corazón de mi madre la Iglesia seré yo el amor... Así
lo seré todo, así se realizarán mis anhelos» (Manuscritos, cap. XI).
Su vivir es Cristo y para Cristo. Ha
encontrado su razón de ser en plenitud. Su vida y su muerte, sus alegrías y
dolores...; le da igual, porque todo ha sido ofrecido, desde el amor, a fin de
ganar almas para Cristo. De ella, y con toda exactitud, podemos decir que “en
poco tiempo, hizo grandes cosas”.