Se acerca octubre, el mes misionero, por eso queremos compartir por secciones contigo, la experiencia misionera de santa Teresa de Lisieux, la gran patrona de las misiones, junto a san Francisco Javier.
UNA
FAMILIA MISIONERA
Aunque
la santidad no se hereda, sí podemos decir que las circunstancias que nos
rodean normalmente van moldeando nuestra vida. Vivía Francia por aquel entonces
un esplendoroso espíritu misionero, que había penetrado en los hogares
cristianos. Así, la señorita María Paulina Jaricot, apoyada por su familia y
sorteando mil dificultades, concibe la idea madre de la Propagación de la Fe;
monseñor Carlos A. Forbin Janson funda la Obra de la Infancia Misionera; y,
posteriormente, se establece también la Obra de San Pedro Apóstol, impulsada
por la entrega generosa y la dedicación plena de Juana Bigard y de su madre,
Estefanía.
Santa
Teresa nace en una casa donde se vive intensamente el espíritu, misionero. Los Martin-Guèrin, sus padres, suspiran
por tener un hijo misionero y, en compensación de este deseo frustrado, ofrecen
todos los años una buena limosna para la Propagación de la Fe. Eran abundantes
las oraciones y los sacrificios que se imponía esta familia pidiendo a Dios la
conversión de los pecadores.
Es
emocionante leer el testimonio que Teresa, la más pequeña de las hijas, nos ha
dejado de sus padres: «Ellos pidieron al Señor que les diese muchos
hijos y que los tomara para sí. Fue escuchando este deseo. Cuatro
angelitos volaron para el cielo y las cinco hijas que quedaron en la arena
escogieron a Jesús por Esposo. Mi padre, con un ánimo heroico, como un nuevo
Abrahán, subió tres veces a la montaña del Carmelo para inmolar a Dios lo que
tenía de más querido. Primero fueron sus dos hijas mayores... Después la tercera
de sus hijas... en el Convento de la Visitación... Al escogido de Dios no le
quedaban más que dos hijas: la una de dieciocho años, la otra de catorce. Ésta,
Teresita, le pidió volar al Carmelo, lo cual obtuvo sin dificultad de su padre.
Cuando la hubo conducido al puerto, dijo a la única hija que le quedaba: “Si
quieres seguir el ejemplo de tus hermanas, consiento en ello, no te preocupes
por mí”. Más tarde, él mismo dirá: “Dios sólo puede exigir un sacrificio como
éste... Mas no me compadezcáis, porque mi corazón rebosa de alegría”»
(Manuscritos, cap. VII). Eran muchas las obras de caridad que hacían, pero su
mayor alegría y empeño principal era la conversión de un pecador.
Estas
ideas van formando y conformando la personalidad de aquella niña: «El Señor me
hizo nacer en una tierra santa y como impregnada de un perfume celestial»
(Manuscritos, cap. I). Y en una carta a uno de sus “hermanos” misioneros añade:
«Dios me ha dado un padre y una madre más dignos del cielo que de la tierra»
(carta al P. Bellière). Nacida en este jardín, ella misma nos dirá más tarde: «Si
hubiera sido libre para disponer de mis bienes, me habría arruinado
ciertamente, porque no podía ver una persona en la miseria, sin darle en
seguida cuanto necesitaba» (Últimas conversaciones). A este propósito
nos recuerda lo que hacía a sus ocho años: «Sacaba de mi hucha algunas limosnas
para entregarlas en determinadas fiestas solemnes a la Obra de la Propagación
de la Fe» (Manuscritos, cap. III).
De
interna en el colegio de las benedictinas, le gustaba llevar una cruz llamativa
que le hacía recordar a los misioneros. Ella misma nos dice: «Me gustaba muchísimo asistir
con las religiosas a todos los oficios. Llamaba la atención entre mis
compañeras por un crucifijo que Leonia me había regalado, y que llevaba
atravesado en el cinturón, como lo llevan los misioneros».
Podemos
decir de ella que fue una flor tan cuidada de Dios y de sus padres que desde
sus primeros años emprende el camino de la disponibilidad y de hacer siempre la
voluntad de Dios. Era tal su delicadeza que confiesa no recordar haber dicho
nunca un no a Jesús desde que tenía tres años.
Hay en tu familia, en la parroquia, entre tus amigos, o en personas que conozcas, que vaya despertando en ti el espiritu misionero?