domingo, 31 de enero de 2016

Mi entrada al Carmelo

Así fue mi entrada al Carmelo- a la vida consagrada, y la tuya?
El lunes 9 de abril, día en que el Carmelo celebraba la fiesta de la Anunciación, trasladada a causa de la cuaresma, fue el día elegido para mi entrada.
La víspera, toda la familia se reunió en torno a la mesa, a la que yo iba a sentarme por última vez. ¡Ay, qué desgarradoras son estas reuniones íntimas…! Cuando una quisiera pasar inadvertida, te prodigan las caricias y las palabras más tiernas, y te hacen más duro el sacrificio de la separación…
Mi rey querido apenas hablaba, pero su mirada se posaba en mí con amor… Mi tía lloraba de vez en cuando, y mi tío me dispensaba mil atenciones de cariño. También Juana y María me colmaban de delicadezas, sobre todo María, que, [69rº] llevándome aparte, me pidió perdón por todo lo que creía haberme hecho sufrir. Y finalmente, mi querida Leonia, que había vuelto de la Visitación hacía algunos meses, me colmaba como nadie de besos y caricias.
Sólo de Celina no he dicho nada. Pero ya puedes imaginarte, Madre querida, cómo transcurrió la última noche en que dormimos juntas…
En la mañana del gran día, tras echar una última mirada a los Buissonnets, nido cálido de mi niñez que ya no volvería a ver, partí del brazo de mi querido rey para subir a la montaña del Carmelo…
Al igual que la víspera, toda la familia se reunió para escuchar la santa Misa y recibir la comunión. En cuanto Jesús bajó al corazón de mis parientes queridos, ya no escuché a mi alrededor más que sollozos. Yo fui la única que no lloró, pero sentí latir mi corazón con tanta fuerza, que, cuando vinieron a decirnos que nos acercáramos a la puerta claustral, me parecía imposible dar un solo paso. Me acerqué, sin embargo, pero preguntándome si no iría a morirme, a causa de los fuertes latidos de mi corazón… ¡Ah, qué momento aquél! Hay que pasar por él para entenderlo…
Mi emoción no se tradujo al exterior. Después de abrazar a todos los miembros de mi familia querida, me puse de rodillas ante mi incomparable padre, pidiéndole su bendición. Para dármela, también él se puso de rodillas, y me bendijo llorando…
¡El espectáculo de aquel anciano ofreciendo su hija al Señor, cuando aún estaba en la primavera de la vida, tuvo que hacer sonreír a los ángeles…!
Pocos instantes después, se cerraron tras de mí las puertas del arca santa (112) y recibí los abrazos de las hermanas queridas que me habían hecho de madres y a las que en adelante tomaría por modelo de mis actos…
Por fin, mis deseos se veían cumplidos. Mi alma sentía una PAZ tan dulce y tan profunda, que no acierto a [69vº] describirla. Y desde hace siete años y medio esta paz íntima me ha acompañado siempre, y no me ha abandonado ni siquiera en medio de las mayores tribulaciones.
Como a todas las postulantes, inmediatamente después de mi entrada, me llevaron al coro. Estaba en penumbra, porque estaba expuesto el Santísimo, y lo primero que atrajo mi mirada fueron los ojos de nuestra santa Madre Genoveva, que se clavaron en mí. Estuve un momento arrodillada a sus pies, dando gracias a Dios por el don que me concedía de conocer a una santa, y luego seguí a nuestra Madre María de Gonzaga a los diferentes lugares de la comunidad. Todo me parecía maravilloso. Me creía transportada a un desierto. Nuestra (113) celdita, sobre todo, me encantaba.
Pero la alegría que sentía era una alegría serena. Ni el más ligero céfiro hacía ondular las tranquilas aguas sobre las que navegaba mi barquilla, ni una sola nube oscurecía mi cielo azul… Sí, me sentía plenamente compensada de todas mis pruebas… ¡Con qué alegría tan honda repetía estas palabras: “Estoy aquí, para siempre, para siempre…”!
Aquella dicha no era efímera, no se desvanecería con las ilusiones de los primeros días. ¡Las ilusiones! Dios me concedió la gracia de no llevar NINGUNA al entrar en el Carmelo. Encontré la vida religiosa tal como me la había imaginado. Ningún sacrificio me extrañó. Y sin embargo, tú sabes bien, Madre querida, que mis primeros pasos encontraron más espinas que rosas…
Sí, el sufrimiento me tendió los brazos, y yo me arrojé en ellos con amor… A los pies de Jesús-Hostia, en el interrogatorio que precedió a mi profesión, declaré lo que venía a hacer en el Carmelo: “He venido para salvar almas, y, sobre todo, para orar por los sacerdotes”.
Cuando se quiere alcanzar una meta, hay que poner los medios para ello. Jesús me hizo comprender que las almas quería dármelas por medio de la cruz; y mi anhelo de sufrir creció a medida que aumentaba el sufrimiento.
Durante cinco años, éste fue mi camino. Pero, [70rº] al exterior, nada revelaba mi sufrimiento, tanto más doloroso cuanto que sólo yo lo conocía. ¡Qué sorpresas nos llevaremos al fin del mundo cuando leamos la historia de las almas…! ¡Y cuántas personas se quedarán asombradas al conocer el camino por el que fue conducida la mía…!
Teresa del Niño Jesús

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  Canto: Gloria (misa 500 años) En las alturas gloria al Señor y en todas las naciones al hombre paz.   Te alabamos te bendecimos,...