ESCRUTAD
A los consagrados y
consagradas que caminan
tras los signos de Dios
Índice
Queridos hermanos y hermanas
En Éxodo obediente
– A la Escucha
– Como guiados por la nube
– Memoria viva del Éxodo
– Alegrías y cansancios del camino
En atenta vigilia
– A la Escucha
– La profecía de la vida conforme al Evangelio
El Evangelio, regla suprema
Formación: Evangelio y cultura
La Profecía de la vigilancia
– Unidos para escrutar el horizonte
– Una guía “detrás del pueblo”
– La mística del encuentro
La profecía de la mediación
– En la encrucijada del mundo
– En el signo de lo pequeño
– En coro en la statio orante
Para la Reflexión
– Las provocaciones del Papa Francisco
En Éxodo obediente
– A la Escucha
– Como guiados por la nube
– Memoria viva del Éxodo
– Alegrías y cansancios del camino
En atenta vigilia
– A la Escucha
– La profecía de la vida conforme al Evangelio
El Evangelio, regla suprema
Formación: Evangelio y cultura
La Profecía de la vigilancia
– Unidos para escrutar el horizonte
– Una guía “detrás del pueblo”
– La mística del encuentro
La profecía de la mediación
– En la encrucijada del mundo
– En el signo de lo pequeño
– En coro en la statio orante
Para la Reflexión
– Las provocaciones del Papa Francisco
Ave, mujer de la Nueva Alianza
Queridos
hermanos y hermanas:
1.
Continuamos con alegría el camino hacia el Año de la Vida Consagrada para que
nuestros pasos sean desde ahora tiempo
de conversión y de gracia. Con la palabra y la vida el papa Francisco continúa
indicando el gozo del anuncio y la fecundidad de una
vida vivida al estilo del Evangelio, mientras nos invita a actuar, a ser
«Iglesia en salida», siguiendo una lógica de libertad.
Nos
invita a dejar atrás «una Iglesia mundana bajo ropajes espirituales o
pastorales» para respirar «el aire puro del Espíritu Santo que nos libera de
estar centrados en nosotros mismos, escondidos en una apariencia religiosa
vacía de Dios. ¡No nos dejemos robar el Evangelio!».
La vida consagrada es signo de los bienes futuros en la ciudad humana, en éxodo a lo largo de los caminos de la historia. Acepta la confrontación con certezas provisionales, con nuevas situaciones, con provocaciones en proceso continuo, con exigencias y pasiones que la humanidad contemporánea está gritando. En esta atenta peregrinación, custodia la riqueza del rostro de Dios, vive el seguimiento de Cristo, se deja guiar por el Espíritu, para vivir el amor por el Reino con fidelidad creativa y diligente laboriosidad. La identidad de peregrina y orante in limine historiae le pertenece íntimamente.
La vida consagrada es signo de los bienes futuros en la ciudad humana, en éxodo a lo largo de los caminos de la historia. Acepta la confrontación con certezas provisionales, con nuevas situaciones, con provocaciones en proceso continuo, con exigencias y pasiones que la humanidad contemporánea está gritando. En esta atenta peregrinación, custodia la riqueza del rostro de Dios, vive el seguimiento de Cristo, se deja guiar por el Espíritu, para vivir el amor por el Reino con fidelidad creativa y diligente laboriosidad. La identidad de peregrina y orante in limine historiae le pertenece íntimamente.
Esta carta desea entregar a todos los consagrados dicha herencia preciosa,
exhortándoles a permanecer fieles al Señor con un corazón firme (cf. Hch
11,23-24) y a proseguir en este camino de gracia. Queremos leer juntos,
sintéticamente, los pasos realizados en los últimoscincuenta años.
En esta memoria el Concilio Vaticano II emerge como acontecimiento de
relevancia absoluta para la renovación de la vida consagrada. Vuelve a sonar en
nosotros la invitación del Señor: Paraos en los caminos a mirar, preguntad por
la vieja senda: «¿cuáles el buen camino?» seguidlo y hallaréis reposo (Jer
6,16).
En
esta statio cada uno puede reconocer tanto las semillas de vida que, sembradas
en corazón bueno y generoso (Lc 8,15), dieron fruto, como aquellas que cayeron
al borde del camino, sobre la piedra o entre espinas y no dieron fruto (cf. Lc
8,12-14).
Se nos ofrece la posibilidad de continuar el camino con coraje y vigilancia para elegir opciones que honren el caracter profético de nuestra identidad, «una forma de especial participación en la función profética de Cristo, comunicada por el Espíritu Santo a todo el Pueblo de Dios», para que sea manifestada en el hoy «la soberana grandeza del poder de Cristo glorioso y la potencia infinita del Espíritu Santo, que obra maravillas en la Iglesia».
Se nos ofrece la posibilidad de continuar el camino con coraje y vigilancia para elegir opciones que honren el caracter profético de nuestra identidad, «una forma de especial participación en la función profética de Cristo, comunicada por el Espíritu Santo a todo el Pueblo de Dios», para que sea manifestada en el hoy «la soberana grandeza del poder de Cristo glorioso y la potencia infinita del Espíritu Santo, que obra maravillas en la Iglesia».
Escrutar
los horizontes de nuestra vida y de nuestro tiempo en atenta vigilia. Escrutar
de noche para reconocer el fuego que ilumina y guía, escrutar el cielo para
reconocer los signos que traen bendiciones para nuestra sequía. Vigilar atentos
e interceder, firmes en la fe.
Es el tiempo de dar razón al Espíritu que crea: «En nuestra vida personal, en la vida privada –recuerda el papa Francisco– el Espíritu nos empuja a tomar un camino más evangélico. No opongan resistencia al Espíritu Santo: esta es la gracia que yo querría que todos pidiéramos al Señor; la docilidad al Espíritu Santo: ese Espíritu que viene a nosotros y nos hace ir adelante por la vía de la santidad. ¡Esa santidad tan hermosa de la Iglesia! La gracia de la docilidad al Espíritu Santo».
Es el tiempo de dar razón al Espíritu que crea: «En nuestra vida personal, en la vida privada –recuerda el papa Francisco– el Espíritu nos empuja a tomar un camino más evangélico. No opongan resistencia al Espíritu Santo: esta es la gracia que yo querría que todos pidiéramos al Señor; la docilidad al Espíritu Santo: ese Espíritu que viene a nosotros y nos hace ir adelante por la vía de la santidad. ¡Esa santidad tan hermosa de la Iglesia! La gracia de la docilidad al Espíritu Santo».
Esta
carta tiene su razón de ser en la memoria de la abundante gracia vivida por los
consagrados y las consagradas en la Iglesia, mientras con sinceridad invita a
discernir. El Señor está vivo y obra en nuestra historia, y nos llama a
colaborar y al discernimiento unánime, en los nuevos tiempos de profecía al
servicio de la Iglesia, en vistas al Reino que llega.
Vistámonos
nuevamente con las armas de la luz, de la libertad, del coraje del Evangelio
para escrutar el horizonte, reconocer los signos de Dios y obedecerlos. Con
opciones evangélicas atrevidas al estilo del humilde y del pequeño.
I.
EN ÉXODO
OBEDIENTE
En todas lasetapas del camino,
cuando la nube se alzaba, alejándose de laMorada,
los israelitaslevantaban el campamento.
Si la nube no se alzaba, ellos no se movían,
hasta que la nube volvía a hacerlo.
Porque durante el día, la nube delSeñorestaba
sobre la Morada, y durante la noche, un fuego brillaba
en ella, a la vista de todo el pueblo de Israel.
Esto sucedía en todas lasetapas delcamino.
Éxodo 40,36-38
cuando la nube se alzaba, alejándose de laMorada,
los israelitaslevantaban el campamento.
Si la nube no se alzaba, ellos no se movían,
hasta que la nube volvía a hacerlo.
Porque durante el día, la nube delSeñorestaba
sobre la Morada, y durante la noche, un fuego brillaba
en ella, a la vista de todo el pueblo de Israel.
Esto sucedía en todas lasetapas delcamino.
Éxodo 40,36-38
A la escucha
2.
La vida de fe no es simplemente algo que se posee, sino un camino que conoce
momentos luminosos y túneles oscuros, horizontes abiertos y senderos tortuosos
e inciertos. Del misterioso abajamiento de Dios sobre nuestras vidas y nuestras
experiencias, según las Escrituras, nace el asombro y la alegría, don de Dios
que llena la vida de sentido y luz y se realiza plenamente en la salvación
mesiánica realizada por Cristo.
Antes de centrar nuestra atención en el acontecimiento conciliar y sus efectos nos dejamos orientar por un icono bíblico para hacer memoria viva y agradecida del kairòs postconciliar en los valores que lo inspiraron.
Antes de centrar nuestra atención en el acontecimiento conciliar y sus efectos nos dejamos orientar por un icono bíblico para hacer memoria viva y agradecida del kairòs postconciliar en los valores que lo inspiraron.
La
gran epopeya del éxodo del pueblo de la esclavitud de Egipto hacia la Tierra
prometida, se convierte en el icono que recuerda nuestro moderno stop and go,
la pausa y la salida, la paciencia y la iniciativa. Las últimas décadas han
sido un periodo de altibajos, proyecciones y desilusiones, exploraciones e
introspecciones nostálgicas.
La
tradición interpretativa de la vida espiritual, estrechamente conectada de
diversas formas con la de la vida consagrada, a menudo ha encontrado símbolos y
metáforas sugerentes en el paradigma del éxodo del pueblo de Israel de Egipto:
la zarza ardiente, el paso del mar, el camino en el desierto, la teofanía en el
Sinaí, el miedo a la soledad, el don de la ley y la alianza, la columna de nube
y de fuego, el maná, el agua de la roca, la murmuración y la nostalgia.
Retomemos
el símbolo de la nube (en hebreo ‘ānān), que guiaba misteriosamente el camino
del pueblo: lo hacía deteniéndose, incluso por mucho tiempo, y por lo tanto
creando malestar y arrepentimientos, y a veces levantándose y moviéndose y así
indicando el ritmo de la marcha, bajo la guía de Dios.
Escuchemos
la Palabra: En todas las etapas del camino, cuando la nube se alzaba,
alejándose de la Morada, los israelitas levantaban el campamento. Si la nube no
se alzaba, ellos no se movían, hasta que la nube volvía a hacerlo. Porque
durante el día, la nube del Señor estaba sobre la Morada, y durante la noche,
un fuego brillaba en ella, a la vista de todo el pueblo deIsrael. Esto
sucedíaen todas las etapas del camino(Ex 40,36-38).
Añade
algo interesante y nuevo el texto paralelo de los Números (cf. Nm 9,15-23), especialmente
sobre las paradas y la reanudación de la marcha: Siempre que la nube estaba
sobre la Morada –ya fueran dos días, un mes o un año– los israelitas
permanecían acampadosy no levantaban el campamento (Nm 9,15). Es evidente que
este tipo de presencia y guía por parte de Dios exigía una constante
vigilancia: tanto para responder al imprevisible movimiento de la nube, como
para custodiar la fe en la presencia protectora de Dios, cuando las paradas se
hacían largas y la meta parecía aplazada sine die.
En
el lenguaje simbólico de la narración bíblica esa nube era el ángel de Dios,
como afirma el libro del Éxodo (Ex 14,19). Y en la interpretación sucesiva la
nube se vuelve un símbolo privilegiado de la presencia, la bondad y la
fidelidad de Dios. Así las tradiciones profética, sálmica y sapiencial
recurrirán a menudo a este símbolo, desarrollando incluso otros aspectos, como
por ejemplo el esconderse de Dios por culpa del pueblo (cf. Lam 3,44), o la
majestad de la sede del trono de Dios (cf. 2Cr 6,1; Job 26,9).
El
Nuevo Testamento retoma, a veces con un lenguaje análogo, este símbolo en las
teofanías: la concepción virginal de Jesús (cf. Lc 1,35), la transfiguración
(cf. Mt 17, 1-8 y par.), la ascensión al cielo de Jesús (cf. Hch 1,9). Pablo
usa la nube también como símbolo del bautismo (cf. 1Co 10,1) y el simbolismo de
la nube forma parte en todo momento del imaginario para describir el regreso
glorioso del Señor al final de los tiempos (cf. Mt 24,30; 26,64; Ap 1,7;
14,14).
En
resumen, la perspectiva dominante, ya en la simbología típica del éxodo, es la
nube como signo del mensaje divino, presencia activa del Señor Dios en medio de
su pueblo. Israel tendrá que estar siempre preparado para seguir en camino,
para reconocer la propia culpa y rechazarla cuando se haga oscuro su horizonte,
para esperar cuando las paradas se alarguen y la meta parezca imposible de
alcanzar.
A la complejidad de las múltiples citaciones bíblicas de la nube, se añaden también valores como la inaccesibilidad de Dios, su soberanía que todo lo cuida desde lo alto, su misericordia que desgarra las nubes y baja para darnos vida y esperanza. Amor y conocimiento de Dios se aprenden únicamente en un camino de seguimiento, en una disponibilidad libre de miedos y nostalgias.
A la complejidad de las múltiples citaciones bíblicas de la nube, se añaden también valores como la inaccesibilidad de Dios, su soberanía que todo lo cuida desde lo alto, su misericordia que desgarra las nubes y baja para darnos vida y esperanza. Amor y conocimiento de Dios se aprenden únicamente en un camino de seguimiento, en una disponibilidad libre de miedos y nostalgias.
A
siglos de distancia del éxodo, muy cerca de la llegada del Redentor, el sabio
recordará aquella arriesgada epopeya de los israelitas guiados por la nube y el
fuego con una frase lapidaria: Les proporcionaste una columna de fuego que los
guiara en el viaje desconocido (Sab 18,3).
Como guiados por la nube
3.
La nube de luz y fuego que guiaba al pueblo, según ritmos que exigían total
obediencia y vigilancia completa, es para nosotros elocuente. Podemos ver, como
en un espejo, un modelo interpretativo para la vida consagrada de nuestro
tiempo. La vida consagrada durante alguna décadas, llevada por el impulso
carismático del Concilio, ha caminado como si siguiese las señales de la nube
del Señor.
Los que han recibido la gracia de “ver” el inicio del camino conciliar conservan en el corazón el eco de las palabras de san Juan XXIII: Gaudet Mater Ecclesia, el incipit del discurso de inicio del Concilio (11 octubre 1965).
Los que han recibido la gracia de “ver” el inicio del camino conciliar conservan en el corazón el eco de las palabras de san Juan XXIII: Gaudet Mater Ecclesia, el incipit del discurso de inicio del Concilio (11 octubre 1965).
En
el signo de la alegría, gozo profundo del espíritu, la vida consagrada ha sido
llamada a continuar con novedad el camino de la historia: «En el presente
momento histórico, la Providencia nos está llevando a un nuevo orden de
relaciones humanas que, por obra misma de los hombres pero más aún por encima
de sus mismas intenciones, se encaminan al cumplimiento de planes superiores e
inesperados; pues todo, aun las humanas adversidades, aquélla lo dispone para
mayor bien de la Iglesia […] es necesario sin embargo, que esta doctrina cierta
e inmutable, a la cual se debe prestar una adhesión fiel, venga profundizada y
expuesta según nos piden los tiempos actuales.
Una
cosa es la sustancia de la antigua doctrina, del “depositum fidei”, es decir
las verdades contenidas en nuestra venerable doctrina, y otra la manera como
son anunciadas, teniendo en cuenta que mantengan el mismo sentido y un mismo
significado. Se dará gran importancia a este método y, si fuera necesario,
aplicarlo con paciencia […]».
San
Juan Pablo II ha definido el acontecimiento conciliar como «la gran gracia de
la que la Iglesia se ha beneficiado en el siglo XX. Con el Concilio se nos ha
ofrecido una brújula segura para orientarnos en el camino». El papa Francisco
ha reafirmado que «fue una obra hermosa del Espíritu Santo». Podemos también
afirmarlo para la vida consagrada: ha sido un paso benéfico de iluminación y
discernimiento, de cansancios y grandes alegrías.
El
de los consagrados ha sido un auténtico «camino del éxodo». Tiempo de
entusiasmo y de audacia, de invención y de fidelidad creativa, pero también de
certezas frágiles, de improvisaciones y desilusiones amargas. Con la mirada
reflexiva del después, podemos reconocer que verdaderamente había un fuego en
la nube (Ex 40,38), y que por sendas “desconocidas” el Señor ha conducido la
vida y los proyectos de los consagrados y de las consagradas por los caminos
del Reino.
En
los últimos años el impulso de dicho camino parece haber perdido sus fuerzas.
La nube parece rodear más de oscuridad que de fuego, pero en ella vive todavía
el fuego del Espíritu. Si bien caminamos, algunas veces, en la oscuridad y en la
indiferencia, que amenazan con inquietar nuestros corazones (cf. Job 14,1), la
fe despierta la certeza de que dentro de la nube no ha faltado jamás la
presencia del Señor: es un fuego llameante de noche (Is 4,5), más allá de la
oscuridad.
Se
trata de partir cada vez de nuevo en la fe hacia un viaje desconocido (Sab
18,3), como el padre Abrahán, que salió sin saber adónde iba (cf. Hb 11,8). Es
un camino que pide una obediencia y una confianza radicales, a las que sólo la
fe consiente el acceso y que en la fe es posible renovar y consolidar.
Memoria viva del Éxodo
4.
No hay duda de que los consagrados y las consagradas al final de la asamblea
conciliar acogieron con adhesión y fervor sincero las decisiones de los Padres
conciliares. Se percibía que la gracia del Espíritu Santo, invocado por san
Juan XXIII para obtener en la Iglesia un renovado Pentecostés, ya estaba
actuando. Al mismo tiempo, se advertía desde hacía ya una década una sintonía
de pensamiento, de aspiraciones y de efervescencias in itinere.
La
constitución apostólica Provida Mater Ecclesia, en 1947, reconocía la
consagración viviendo los consejos evangélicos en la condición secular. Un
«gesto revolucionario en la Iglesia». El reconocimiento oficial, llegó antes de
que la reflexión teológica trazase el horizonte específico de la consagración
secular. A través de dicho reconocimiento se expresaba en cierto modo una
orientación que llegaría a ser el corazón del ConcilioVaticano II: la simpatía
por el mundo que engendra un diálogo nuevo.
Este
dicasterio en 1950, bajo la protección de Pío XII, convocó el primer Congreso
Mundial de los Estados de Perfección. Las enseñanzas pontificias abrirán el
camino para una accommodata renovatio, expresión que el Concilio hará suya en
el decreto Perfectae caritatis. A dicho Congreso siguieron otros, en varios
contextos y sobre varios temas, haciendo posible en los años cincuenta y al
inicio de la década siguiente una nueva reflexión teológica y espiritual. En
este terreno tan bien preparado, las sesiones del Concilio esparcieron
abundantemente la buena semilla de la doctrina y la riqueza de orientaciones
concretas que todavía hoy vivimos como herencia preciosa.
Nos
encontramos a cerca de cincuenta años de la promulgación de la Constitución
dogmática Lumen gentium del Concilio Vaticano II, que tuvo lugar el 21 de
noviembre de 1964. Una memoria de gran valor teológico y eclesial: «Y así toda
la Iglesia aparece como “un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y
del Hijo y del Espíritu Santo”». Se reconoce la centralidad del pueblo de Dios
en camino entre la gente, redimido por la sangre de Cristo (cf. Hch 20,28),
lleno del Espíritu de verdad y santidad y enviado a los hombres como luz
delmundo y salde la tierra (cf. Mt 5,13-16).
Se
traza de este modo una identidad fuertemente fundada en Cristo y su Espíritu, y
al mismo tiempo se propone una Iglesia que se dirige a todas las situaciones
culturales, sociales y antropológicas: «Debiendo difundirse en todo el mundo,
entra, por consiguiente, en la historia de la humanidad, si bien trasciende los
tiempos y las fronteras de los pueblos. Caminando, pues, la Iglesia en medio de
tentaciones y tribulaciones, se ve confortada con el poder de la gracia de
Dios, que le ha sido prometida para que no desfallezca de la fidelidad perfecta
por la debilidad de la carne, antes, al contrario, persevere como esposa digna
de su Señor y, bajo la acción del Espíritu Santo, no cese de renovarse hasta
que por la cruz llegue a aquella luz que no conoce ocaso».
La
Lumen gentium dedica todo el capítulo VI a los religiosos. Después de afirmar
el principio teológico de la «vocación universal a la santidad», la Iglesia
reconoce entre los múltiples caminos de santidad el don de la vida consagrada,
recibido del Señor y conservado desde siempre con su gracia. La raíz bautismal
de la consagración, en las enseñanzas de Pablo VI, se pone de relieve con
alegría, mientras se indica el estilo de vida vivido en sequela Christi como
permanente y eficaz representación de la forma de existencia que el Hijo de Dios
abrazó en su vida terrena. La vida consagrada, en definitiva, viene propuesta
como signo para el Pueblo de Dios en el desempeño de la común vocación
cristiana y manifestación de la gracia del Señor Resucitado y de la potencia
del Espíritu Santo que obra maravillas en la Iglesia.
Estas
afirmaciones han demostrado con el pasar de los años una eficacia enérgica. Un
cambio en el que hoy se pueden apreciar los frutos es el aumento del sentido
eclesial que traza la identidad y animala vida y las obras de los consagrados.
Por primera vez, en los trabajos de un Concilio ecuménico, la vida consagrada fue identificada como parte viva y fecunda de la vida de comunión y de santidad de la Iglesia y no como ámbito necesitado de “decretos de reforma”.
Por primera vez, en los trabajos de un Concilio ecuménico, la vida consagrada fue identificada como parte viva y fecunda de la vida de comunión y de santidad de la Iglesia y no como ámbito necesitado de “decretos de reforma”.
El
mismo intento guió también el decreto Perfectae caritatis, del que estamos para
celebrar el quincuagésimo aniversario de su promulgación, que tuvo lugar el 28
de octubre de 1965. En este resuena de manera unívoca la radicalidad de la
llamada: «Como quiera que la última norma de vida religiosa es el seguimiento
de Cristo, tal como lo propone el Evangelio, todos los institutos han de
tenerla como regla suprema». Parece una afirmación clara y genérica, de hecho
ha provocado una purificación radical en la espiritualidad devocional y de las
identidades cerradas en la primacía de servicios eclesiales y sociales
inmóviles en la imitación sacralizada de los propósitos del fundador.
No podemos anteponer nada a la centralidad del seguimiento de Cristo.
No podemos anteponer nada a la centralidad del seguimiento de Cristo.
El
magisterio conciliar pone en marcha además el reconocimiento de las diversas
formas de vida consagrada. Los institutos apostólicos ven reconocidos a un
nivel tan prestigioso, por primera vez y con claridad, el principio de que su
acción apostólica pertenece a la esencia misma de la vida consagrada. La vida
consagrada laical aparece constituida y reconocida como «un estado completo en
sí de profesión de los consejos evangélicos». Los institutos seculares surgen
con propias características constituyentes de la consagración secular. Se prepara
el renacimiento del Ordo virginum y de la vida eremítica como formas no
asociadas de vida consagrada.
Los
consejos evangélicos se presentan con subrayados innovadores, como un proyecto
existencial aceptado con modalidades propias y con una radicalidad especial a
imitación de Cristo.
Dos
temas más sobresalen por la novedad del lenguaje con el que son presentados: la
vida fraterna en común y la formación. La primera encuentra su inspiración
bíblica en los Hechos de los Apóstoles, que durante siglos ha animado las
aspiraciones al cor unum et anima una (Hch 4,32). El reconocimiento positivo de
la variedad de modelos y de estilos de vida fraterna constituye hoy uno de los
resultados más significativos del soplo innovador del Concilio. Además,
centrándose en el don común del Espíritu, el decreto Perfectae caritatis
impulsa a la superación de clases y categorías, para establecer comunidades de
estilo fraterno, con iguales derechos y obligaciones, exceptuando los que
derivan del Orden sagrado.
El
valor y la necesidad de la formación se ponen como fundamentos de la
renovación: «la renovación de los institutos depende principalmente de la
formación de sus miembros». Por el carácter esencial, este principio ha
funcionado como un axioma: desde éste se ha desarrollado un itinerario
constante y descubridor de experiencias y discernimiento, en el que la vida
consagrada ha invertido intuiciones, estudios, investigación, tiempo y medios.
Alegrías y cansancios del camino
5.
A partir de los estímulos conciliares la vida consagrada ha recorrido un largo
camino. En realidad, el éxodo no ha impulsado solamente a buscar los horizontes
señalados por el Concilio. Los consagrados y las consagradas se encuentran y se
miden con nuevas realidades sociales y culturales: la atención a los signos de
los tiempos y de los lugares, la continua invitación de la Iglesia a poner en
práctica el estilo conciliar, el descubrimiento y reinterpretación del carisma
de fundación, los rápidos cambios en la sociedad y en la cultura. Nuevos
escenarios que piden un nuevo y unánime discernimiento, desestabilizando
modelos y estilos repetidos en el tiempo, incapaces de dialogar, como
testimonio evangélico, con los nuevos desafíos y las nuevas oportunidades.
En
la constitución Humanae salutis, con la que san Juan XXIII abría la asamblea
conciliar del Vaticano II, se lee: «siguiendo la recomendación de Jesús cuando
nos exhorta a distinguir claramente los signos de los tiempos (Mt 16,3),
creemos vislumbrar, en medio de tantas tinieblas, no pocos indicios que nos
hacen concebir esperanzas de tiempos mejores para la Iglesia y la humanidad».
La
carta encíclica Pacem in terris, dirigida a todos los hombres de buena
voluntad, introducía como clave teológica los “signos de los tiempos”. Entre
ellos san Juan XXIII reconoce: el crecimiento económico-social de las clases
trabajadoras; el ingreso de la mujer en la vida pública; la formación de
naciones independientes; la salvaguardia y la promoción de los derechos y los
deberes en los ciudadanos conscientes de su propia dignidad; la convicción de
que los conflictos deben encontrar soluciones, a través de la negociación, sin
el recurso a las armas. Se incluye entre estos signos la Declaración universal
de los derechosdel hombre, aprobada por las Naciones Unidas.
Los
consagrados han habitado e interpretado estos nuevos horizontes. Han anunciado
y testimoniado in primis el Evangelio con la vida, ofreciendo ayuda y
solidaridad de todo tipo, colaborando en las tareas más dispares dejando
huellas de cercanía cristiana, comprometidos en el proceso histórico actual.
Lejos de lamentarse recordando las glorias pasadas, han intentado revitalizar
el tejido social y sus peticiones, con la viva traditio eclesial, verificada a
través de los siglos en los avatares de la historia, según el habitus de la fe
y de la esperanza cristiana.
La tarea que el horizonte histórico de final del siglo XX ha puesto delante de la vida consagrada pedía nuevamente audacia e imaginación valiente. Por eso, es necesario valorar este cambio de época como abnegación profética religiosamente motivada: muchos consagrados han vivido con seria entrega, y a menudo también con gran riesgo personal, la nueva conciencia evangélica de tomar partido por los pobres y los últimos, compartiendo con ellos valores y angustias.
La tarea que el horizonte histórico de final del siglo XX ha puesto delante de la vida consagrada pedía nuevamente audacia e imaginación valiente. Por eso, es necesario valorar este cambio de época como abnegación profética religiosamente motivada: muchos consagrados han vivido con seria entrega, y a menudo también con gran riesgo personal, la nueva conciencia evangélica de tomar partido por los pobres y los últimos, compartiendo con ellos valores y angustias.
La
vida religiosa se abre a la renovación no por iniciativa propia, ni por un mero
deseo de novedad, ni siquiera por un repliegue reductivo debido a las urgencias
sociológicas. Sino, principalmente, por obediencia responsable tanto al
Espíritu creador, que “habla por medio de los profetas” (cf. Credo apostólico),
como a la llamada del Magisterio de la Iglesia, expresada con fuerza en las
grandes encíclicas sociales, Pacem in terris (1963), Populorum progressio
(1967), Octogesima adveniens (1971), Laborem exercens (1981), Caritas in
veritate (2009). Se ha tratado –por seguir con el icono de la nube– de una
fidelidad a la voluntad divina, expresada a través de la voz acreditada de la
Iglesia.
La visión del carisma como originado por el Espíritu, orientado a la configuración con Cristo, marcado por el perfil eclesial comunitario, en dinámico desarrollo en la Iglesia, ha motivado cada decisión de renovación y progresivamente ha dado forma a una auténtica teología del carisma, aplicada claramente y por primera vez a la vida consagrada. El Concilio no ha atribuido esta palabra explícitamente a la vida consagrada, pero ha abierto el camino citando algunos testimonios paulinos.
La visión del carisma como originado por el Espíritu, orientado a la configuración con Cristo, marcado por el perfil eclesial comunitario, en dinámico desarrollo en la Iglesia, ha motivado cada decisión de renovación y progresivamente ha dado forma a una auténtica teología del carisma, aplicada claramente y por primera vez a la vida consagrada. El Concilio no ha atribuido esta palabra explícitamente a la vida consagrada, pero ha abierto el camino citando algunos testimonios paulinos.
En
la exhortación apostólica Evangelica testificatio, Pablo VI adopta oficialmente
esta nueva terminología, y escribe: «Insiste justamente el Concilio sobre la
obligación, para religiosos y religiosas, de ser fieles al espíritu de sus
fundadores, a sus intenciones evangélicas, al ejemplo de su santidad, poniendo
en esto uno de los principios de la renovación en curso y uno de los criterios
más seguros para aquello que cada instituto debería emprender».
Esta
Congregación, testigo de tal camino, ha acompañado las diversas fases de
reelaboración de las Constituciones de los institutos. Ha sido un proceso que
ha alterado viejos equilibrios, trasformando prácticas obsoletas de la
tradición, mientras se llevaba a cabo una relectura con una nueva hermeneútica
de las herencias espirituales y se ensayaban nuevas estructuras, hasta el punto
de volver a trazar programas y presencias. En dicha renovación, al mismo tiempo
fiel y creativa, no podemos olvidar algunas dialécticas de enfrentamiento y de
tensión ni incluso dolorosas deserciones.
La
Iglesia no ha detenido el proceso, sino que lo ha acompañado con un Magisterio
atento y una vigilancia inteligente, conjugando, con la prioridad de la vida
espiritual, siete temas principales: carisma fundacional, vida en el Espíritu
alimentada por la Palabra (lectio divina), vida fraterna en común, formación
inicial y permanente, nuevas formas de apostolado, autoridad de gobierno y
atención a las culturas. La vida consagrada en los últimos cincuenta años se ha
evaluado y ha caminado aceptando estos retos.
La
referencia a la carta del Concilio consiente «encontrar el auténtico espíritu»,
para evitar interpretaciones erróneas. Estamos llamados a hacer juntos memoria
de un acontecimiento vivo en el que nosotros, Iglesia, hemos reconocido nuestra
identidad profunda. Pablo VI, en la clausura del Concilio Vaticano II, afirmaba
con mente y corazón agradecidos: «la Iglesia se ha recogido en su más íntima
conciencia espiritual, […] para hallar en sí misma, viviente y operante en el
Espíritu Santo, la palabra de Cristo y sondear más a fondo el misterio, o sea,
el designio y la presencia de Dios por encima y dentro de sí y para reavivar en
sí la fe, que es el secreto de su seguridad y de su sabiduría, y reavivar el
amor que le obliga a cantar sin descanso las alabanzas de Dios: cantare amantis
est, dice san Agustín (Serm. 336; Pl 38, 1472). L
os documentos conciliares, principalmente los que tratan de la divina Revelación, de la Liturgia, de la Iglesia, de los Sacerdotes, de los Religiosos, de los Laicos, permiten ver claramente esta directa y primordial intención religiosa, y demuestran cuán limpia, fresca y rica es la vena espiritual que el vivo contacto con Dios vivo hace estallar en el seno de la Iglesia, y que ella esparce sobre los áridos campos de nuestra tierra».
os documentos conciliares, principalmente los que tratan de la divina Revelación, de la Liturgia, de la Iglesia, de los Sacerdotes, de los Religiosos, de los Laicos, permiten ver claramente esta directa y primordial intención religiosa, y demuestran cuán limpia, fresca y rica es la vena espiritual que el vivo contacto con Dios vivo hace estallar en el seno de la Iglesia, y que ella esparce sobre los áridos campos de nuestra tierra».
La
misma fidelidad al Concilio, como acontecimiento eclesial y como paradigma,
pide ahora que nos sepamos proyectar con confianza hacia el futuro. ¿Nos
acompaña internamente la certeza de que Dios nos guía en nuestro caminar?
En
la riqueza de palabras y gestos, la Iglesia nos lleva a leer nuestra vida
personal y comunitaria en el marco íntegro del plan de salvación, a entender
hacia qué dirección orientarnos, qué futuro imaginar; en continuidad con los
pasos dados hasta la actualidad, nos invita a redescubrir la unidad de
confessio laudis fidei et vitae.
La
memoria fidei nos ofrece raíces de continuidad y perseverancia: una identidad
fuerte para reconocernos parte de un proyecto, de una historia. La relectura en
la fe del camino recorrido no se limita a los grandes acontecimientos, sino que
nos ayuda a releer nuestra historia personal, dividiéndola en etapas
significativas.
II. EN ATENTA VIGILIA
Elías subió ala cima del Carmelo;
Allí se encorvó hacia tierra,
con el rostro en las rodillas…
«Sube delmar una nubecilla como
la palma de unamano».
Allí se encorvó hacia tierra,
con el rostro en las rodillas…
«Sube delmar una nubecilla como
la palma de unamano».
1Re 18,42.44
A la escucha
6.
Buscamos más luz en la simbología bíblica, pidiendo inspiración para el camino
de profecía y de exploración de los nuevos horizontes de la vida consagrada que
queremos considerar en esta segunda parte.
La
vida consagrada de hecho, por su naturaleza, está intrínsecamente llamada a un
servicio testimonial que la pone como signum in Ecclesia.
Se trata de una función propia de cada cristiano, pero en la vida consagrada se caracteriza por la radicalidad de la sequela Christi y por la prioridad de Dios, y al mismo tiempo por la capacidad de vivir la misión evangelizadora de la Iglesia con parresia y creatividad. Justamente san Juan Pablo II reafirmó que: «El testimonio profético […] se manifiesta en la denuncia de todo aquello que contradice la voluntad de Dios y en el escudriñar nuevos caminos de actuación del Evangelio para la construcción del Reino de Dios».
Se trata de una función propia de cada cristiano, pero en la vida consagrada se caracteriza por la radicalidad de la sequela Christi y por la prioridad de Dios, y al mismo tiempo por la capacidad de vivir la misión evangelizadora de la Iglesia con parresia y creatividad. Justamente san Juan Pablo II reafirmó que: «El testimonio profético […] se manifiesta en la denuncia de todo aquello que contradice la voluntad de Dios y en el escudriñar nuevos caminos de actuación del Evangelio para la construcción del Reino de Dios».
En
la tradición patrística, el modelo bíblico de referencia para la vida monástica
es el profeta Elías: tanto por su vida de soledad y de asceta, como por la
pasión por la alianza y la fidelidad a la ley del Señor, y por la audacia en la
defensa de los derechos de los pobres (cf. 1Re 17-19; 21). Lo ha recordado
incluso la exhortación apostólica Vita consecrata, sosteniendo la naturaleza y
función profética de la vida consagrada. En la tradición monástica, el manto
que simbólicamente Elías dejo caer sobre Eliseo, en el momento del rapto al
cielo (cf. 2Re 2,13), ha sido interpretado como el paso del espíritu profético
del padre al discípulo y también como símbolo de la vida consagrada en la
Iglesia, que vive de memoria y profecía renovadas.
Elías,
el tesbita, se presenta de pronto en el escenario del reino del Norte con una
amenaza contundente: En estos años no caerá rocío ni lluvia si yo no lo mando
(1Re 17,1). Manifiesta así una rebelión de la conciencia religiosa ante la
decadencia moral a la que la prepotencia de la reina Jezabel y la pereza del
rey Acab conducen al pueblo. La sentencia profética que cierra forzadamente el
cielo es un desafío abierto a las funciones especiales de Baal y del grupo de
los baalîm, a los que se atribuía fecundidad y fertilidad, lluvia y bienestar.
Partiendo de aquí, se va tejiendo la acción de Elías en episodios que, más que
narrar una historia, presentan momentos dramáticos y de gran fuerza inspiradora
(cf. 1Re 17-19.21; 2Re 1-2).
A
cada paso Elías vive in progress su servicio profético, conociendo
purificaciones e iluminaciones que caracterizan su perfil bíblico, hasta el
punto más alto del encuentro con el paso de Dios en la brisa tenue y silenciosa
del Horeb. Estas experiencias son inspiración también para la vida consagrada.
Ésta también debe pasar desde el refugio solitario y penitente del wadi del
Carit (cf. 1Re 17,2-7) hasta el encuentro solidario con los pobres que luchan por
sus vidas, como la viuda de Sarepta (cf. 1Re 17,8-24); aprender la audacia
genial representada en el reto del sacrificio sobre el monte Carmelo (cf. 1Re
18,20-39) y de la intercesión por el pueblo entumecido por la sequía y la
cultura de muerte (cf. 1Re 18,41-46), hasta defender los derechos de los pobres
atropellados por los prepotentes (cf. 1Re 21) y poner en guardia contra las
formas idolátricas que profanan el santo nombre de Dios (cf. 2Re 1).
Página
especialmente dramática es la depresión mortal de Elías en el desierto de
Berseba (1Re 19,1-8): pero allí Dios, ofreciendo pan y agua de vida, sabe
transformar delicadamente la fuga en peregrinación hacia el monte Horeb (1Re
19,9).
Es
ejemplo para nuestras noches oscuras que, como para Elías, preceden el
resplandor de la teofanía en la brisa tenue (1Re 19,9-18), y preparan para
nuevas temporadas de fidelidad, que se convierten en historias de llamadas
nuevas (como para Eliseo: 1Re 19,19-21), y también infunden coraje para
intervenir contra la justicia sacrílega (cf. el asesinato del campesino Nabot:
1Re 21,17-29). Por último, nos conmueve el saludo lleno de afecto a la
comunidad de los hijos de los profetas (2Re 2,1-7) que prepara para la subida
final más allá del Jordán, hacia el cielo, en el carro de fuego (2Re 2,8-13).
Podríamos
sentirnos atraídos por las gestas clamorosas de Elías, por las protestas
furiosas, por las acusaciones directas y audaces, hasta llegar a la disputa con
Dios en el Horeb, cuando Elías llega a acusar al pueblo de pensar sólo en proyectos
destructivos y peligrosos. Pero pensemos que, en el momento histórico actual,
pueden hablarnos mejor algunos elementos menores que son como pequeños signos,
y que, en cambio, inspiran nuestros pasos y nuestras opciones de manera nueva
en este momento histórico en el cual las huellas de Dios parecen desaparecer en
la desertificación del sentido religioso.
El
texto bíblico ofrece numerosos símbolos “menores”. Podemos citar: los pocos
recursos de vida en el torrente Carit, con esos cuervos que obedecen a Dios
llevando al profeta pan y carne, como gesto de misericordia y solidaridad. La
generosidad, arriesgando la propia vida, de la viuda de Sarepta, que sólo posee
un puñado de harina y un poco de aceite (1Re 17,12) y se los ofrece al profeta
hambriento. La impotencia de Elías ante el niño muerto, su grito indeciso y el
abrazo desesperado que la viuda interpreta teológicamente son la revelación del
rostro de un Dios misericordioso. La lucha interminable del profeta postrado en
intercesión –después del clamoroso y un poco teatral choque con los sacerdotes
de Baal en el Carmelo– implorando lluvia para el pueblo extenuado por la
sequía. En una especie de juego de equipo entre Elías, el chico que sube y baja
del monte y Dios, que es el auténtico señor de la lluvia (y no Baal), llega
finalmente la respuesta en forma de una nubecita como la palma de la mano (cf.
1Re 18,41). Una respuesta minúscula de Dios que, sin embargo, se convierte
rápidamente en lluvia abundante y reparadora para un pueblo al límite de sus fuerzas.
Algunos
días después, aquel pan cocido y aquel jarro de agua que aparecen al lado del
profeta, en depresión mortal en el desierto, serán igualmente una pobre pero
eficaz respuesta: es un recurso que da fuerza para caminar cuarenta días y
cuarenta noches hasta el monte de Dios, el Horeb (1Re 19,8). Y allí, en el
hueco de una cueva donde Elías se refugia, todavía ardiendo de rebelión contra
el destructor pueblo sacrílego que amenaza incluso su vida, asistirá a la
destrucción de su imaginario de amenaza y de potencia: El Señor no estaba… ni
en el huracán, ni en el terremoto, sino en una voz de silencio tenue(1Re
19,12).
Una
página sublime para la literatura mística, una caída vertical hacia la realidad
para toda la “rabia sagrada” del profeta: debe reconocer la presencia de Dios
más allá de cualquier imaginario tradicional que lo aprisionaba. Dios es
susurro y brisa, no es un producto de nuestra necesidad de seguridad y de
éxito, no quedaba rastro de sus huellas (cf. Sal 77,20), pero está presente de
forma auténtica y eficaz.
Elías con su rabia y sus emociones, que podían estropearlo todo, creía ser el único fiel. En cambio, Dios sabía que había otros siete mil testigos fieles, profetas y reyes dispuestos a obedecerle (1Re 19,15-19), porque la historia de Dios no se identificaba con el fracaso del profeta deprimido y vehemente. La historia continúa, porque está en las manos de Dios, y Elías tiene que ver con ojos nuevos la realidad, dejarse regenerar por el mismo Dios en esperanza y confianza. Esa postura encorvada sobre la montaña para implorar la lluvia, que asemeja al niño recién nacido en el vientre de su madre, aparece simbólicamente también en el Horeb al esconderse en la cueva, y se completa con un nuevo nacimiento del profeta, que caminará erecto y regenerado por los misteriosos caminos del Dios viviente.
Elías con su rabia y sus emociones, que podían estropearlo todo, creía ser el único fiel. En cambio, Dios sabía que había otros siete mil testigos fieles, profetas y reyes dispuestos a obedecerle (1Re 19,15-19), porque la historia de Dios no se identificaba con el fracaso del profeta deprimido y vehemente. La historia continúa, porque está en las manos de Dios, y Elías tiene que ver con ojos nuevos la realidad, dejarse regenerar por el mismo Dios en esperanza y confianza. Esa postura encorvada sobre la montaña para implorar la lluvia, que asemeja al niño recién nacido en el vientre de su madre, aparece simbólicamente también en el Horeb al esconderse en la cueva, y se completa con un nuevo nacimiento del profeta, que caminará erecto y regenerado por los misteriosos caminos del Dios viviente.
Al
pie de la montaña el pueblo luchaba todavía contra una vida que no era ya vida,
una religiosidad que era profanación de la alianza y nueva idolatría. El
profeta debe cargar sobre sí mismo esta lucha y esa desesperación, tiene que
desandar sus pasos (1Re 19,15), que ahora son sólo los de Dios, volver a
atravesar el desierto que ahora florece con nuevo sentido, para que triunfe la
vida y los nuevos profetas y jefes sean servidores de la fidelidad a la
alianza.
La profecía de la vida conforme al Evangelio
7.
El tiempo de gracia que estamos viviendo, con la insistencia del papa Francisco
de poner en el centro el Evangelio y la esencialidad cristiana, es para los
religiosos y las religiosas una nueva llamada a la vigilancia, a estar
preparados para las señales de Dios. «Nuestra fe es desafiada a vislumbrar el
vino en que puede convertirse el agua». Luchamos contra los ojos cargados de
sueño (cf. Lc 9,32) para no perder la capacidad de discernir los movimientos de
la nube, que guía nuestro camino (cf. Nm 9,17) y reconocer en los signos
pequeños y frágiles la presencia del Señor de la vida y de la esperanza.
El
Concilio nos ha encomendado un método: el método de la reflexión que se lleva a
cabo en el mundo y en el entramado vital, en la Iglesia y en la existencia
cristiana a partir de la Palabra de Dios, Dios que se revela y está presente en
la historia. Reflexión que se sostiene en una actitud: la escucha, que abre al
diálogo, enriquece el camino hacia la verdad. Volver a la centralidad de Cristo
y de la Palabra de Dios, como el Concilio y el Magisterio sucesivo nos han
invitado a hacer con insistencia, de manera bíblica y teológicamente fundada,
puede ser garantía de autenticidad y de cualidad para el futuro de nuestra vida
de consagrados y consagradas.
Una
escucha que transforma y nos hace ser anunciadores y testigos de las
intenciones de Dios en la historia y de su acción eficaz para la salvación. En
las necesidades de hoy volvamos al Evangelio, saciemos nuestra sed en las
Sagradas Escrituras, donde se encuentra la «fuente pura y perenne de la vida
espiritual». De hecho, como decía san Juan Pablo II: «no cabe duda de que esta
primacía de la santidad y de la oración sólo se puede concebir a partir de una
renovada escucha de la Palabra de Dios».
El Evangelio, regla suprema
8.
Una de las característica de la renovación conciliar para la vida consagrada ha
sido el regreso radical de la sequela Christi: «Desde los primeros tiempos de
la Iglesia nunca faltaron hombres y mujeres que, por medio de la práctica de
los consejos evangélicos, quisieron seguir a Cristo con mayor libertad e
imitarlo de más de cerca, y condujeron, cada uno de modo específico, una vida
consagrada a Dios».
Seguir a Cristo, como se propone en el Evangelio, es la «norma última de la vida religiosa» y «la regla suprema» de todos los institutos. Uno de los primeros nombres con los que fue denominada la vida monástica es “vida evangélica”.
Seguir a Cristo, como se propone en el Evangelio, es la «norma última de la vida religiosa» y «la regla suprema» de todos los institutos. Uno de los primeros nombres con los que fue denominada la vida monástica es “vida evangélica”.
Las
diversas expresiones de vida consagrada testimonian dicha inspiración
evangélica, comenzando por Antonio, precursor de la vida solitaria en el
desierto. Su historia comienza con la escucha de la palabra de Cristo: Si
quieres ser perfecto, anda, vende tus bienes, dáselo a los pobres y tendrás un
tesoro en elcielo; después sígueme(Mt 19,21).
Después
de Antonio la tradición monástica hará de la Escritura la regla de la propia
vida: las primeras Reglas son sencillas normas prácticas, sin pretender
contenidos espirituales, porque la única regla del monje es la Escritura, no se
admiten otras reglas: «Preocupémonos de leer y de aprender las Escrituras
–escribe Orsiesi, discípulo y sucesor de Pacomio– y de consagrarnos
incensantemente a su meditación […]. Las Escrituras nos guían hacia la vida
eterna.
Basilio,
el gran maestro del monacato de Oriente, cuando redacta el Asceticon, destinado
a ser el manual de la vida monástica, rechaza llamarlo Regla. Su punto de
referencia son los Moralia, selección de textos bíblicos comentados y aplicados
a las situaciones de la vida en santa koinonia. En el sistema basiliano el
comportamiento de los monjes se define a través de la Palabra de Dios, el Dios
que escruta corazón y riñones (cf. Ap 2,23), siempre presente. Esta constante
presencia delante del Señor, memoria Dei, es tal vez el elemento más específico
de la espiritualidad basiliana. En Occidente, el camino se conduce en la misma
dirección. La regla de Benito es obediencia a la Palabra de Dios: «Escuchamos
la voz de Dios que cada día nos dirige…». Escucha, hijo es la overture de la
Regula Benedicti, porque en la escucha llegamos a ser hijos y discípulos,
acogiendo la Palabra nos convertimos nosotros mismos en palabra.
En
el siglo XII, Esteban de Muret, fundador de la Orden de Grandmont, expresa de
manera eficaz este echar raíces en el Evangelio: «Si alguien os pregunta de qué
profesión o de qué regla o de qué orden sois, responded que sois de la regla
primera y principal de la religión cristiana, es decir, del Evangelio, fuente y
principio de todas las reglas, no hay otra regla más que el Evangelio».
El surgir de las Órdenes Mendicantes convierte en más radical todavía, si esto es posible, el regreso al Evangelio.
Domingo, «en todo lugar se manifestaba como un hombre evangélico, tanto en sus palabras como en sus gestos»: él era un Evangelio vivo, capaz de anunciar lo que vivía, y quería que también sus predicadores fueran «hombres evangélicos».
El surgir de las Órdenes Mendicantes convierte en más radical todavía, si esto es posible, el regreso al Evangelio.
Domingo, «en todo lugar se manifestaba como un hombre evangélico, tanto en sus palabras como en sus gestos»: él era un Evangelio vivo, capaz de anunciar lo que vivía, y quería que también sus predicadores fueran «hombres evangélicos».
Para
Francisco de Asís, la Regla es «la vida del Evangelio de Jesucristo»; para
Clara de Asís: «La Forma de vida del Orden de las Hermanas pobres […] consiste
en: “Observar el Santo Evangelio del Señor nuestro Jesucristo”». En la Regla de
los Carmelitas el precepto fundamental es «meditar día y noche la Ley del
Señor», para traducirlo en la acción concreta: «Todo lo que debéis hacer, hacedlo
en la palabra del Señor». Dicho fundamento, común a tantas familias religiosas,
permanece inmutable a través de los siglos.
En
tiempos más recientes, Giacomo Alberione afirmaba que la Familia Paulina
«aspira a vivir integralmente el Evangelio de Jesucristo», mientras la
Hermanita Magdeleine: «Tenemos que construir una cosa nueva. Una cosa nueva que
es antigua, que es el auténtico cristianismo de los primeros discípulos de
Jesús. Es necesario que retomemos el Evangelio palabra por palabra». Cada
carisma de vida consagrada se radica en el Evangelio. La pasión por la Palabra
bíblica en muchas de las nuevas comunidades que florecen hoy en toda la Iglesia
es evidente y significativa.
Volver
al Evangelio suena hoy como una provocación que nos reconduce a la fuente de
toda vida arraigada en Cristo. Una fuerte invitación a realizar un camino hacia
el origen, en el lugar donde nuestra vida se realiza, donde toda Regla y norma
encuentra inteligencia y valor.
El Santo Padre ha exhortado muchas veces a fiarnos y a encomendarnos a esta dinámica vital: «os invito, sobre todo, a no dudar jamás del dinamismo del Evangelio y tampoco de su capacidad de convertir los corazones a Cristo resucitado y conducir a las personas a lo largo del camino de la salvación que esperan en lo más profundo de sí mismas».
El Santo Padre ha exhortado muchas veces a fiarnos y a encomendarnos a esta dinámica vital: «os invito, sobre todo, a no dudar jamás del dinamismo del Evangelio y tampoco de su capacidad de convertir los corazones a Cristo resucitado y conducir a las personas a lo largo del camino de la salvación que esperan en lo más profundo de sí mismas».
Formación: Evangelio y cultura
9.
Es un imperativo formar en el Evangelio y en sus exigencias. En esta
perspectiva, estamos invitados a llevar a cabo una revisión específica del
modelo formativo que acompaña a los consagrados y especialmente a las
consagradas en el camino de la vida. Tiene carácter urgente la formación
espiritual, muy a menudo limitada casi sólo a simple acompañamiento psicológico
o a ejercicios de piedad estandarizados.
La pobreza repetitiva de contenidos vagos bloquea a los candidatos en niveles de maduración humana infantiles y dependientes. La rica variedad de las vías seguidas y propuestas por los autores espirituales permanece casi desconocida por lectura directa, o se recuerda sólo de forma fragmentaria. Es indispensable vigilar para que el patrimonio de los institutos no se reduzca a esquemas apresurados, distantes del impulso vital de los orígenes, porque esto no introduce adecuadamente en la experiencia cristiana y carismática.
La pobreza repetitiva de contenidos vagos bloquea a los candidatos en niveles de maduración humana infantiles y dependientes. La rica variedad de las vías seguidas y propuestas por los autores espirituales permanece casi desconocida por lectura directa, o se recuerda sólo de forma fragmentaria. Es indispensable vigilar para que el patrimonio de los institutos no se reduzca a esquemas apresurados, distantes del impulso vital de los orígenes, porque esto no introduce adecuadamente en la experiencia cristiana y carismática.
En
un mundo en el que la secularización se ha convertido en ceguera selectiva
respecto a lo sobrenatural y los hombres han perdido las huellas de Dios,
estamos invitados a redescubrir y estudiar las verdades fundamentales de la fe.
Quien presta el servicio de la autoridad está llamado a facilitar a todos los
consagrados y consagradas un conocimiento fundado y coherente de la fe
cristiana, acompañado por un nuevo amor al estudio. San Juan Pablo II
exhortaba: «la vida consagrada necesita también en su interior un renovado amor
por el empeño cultural, una dedicación al estudio». Es motivo de gran pena que
dicho imperativo no sea siempre acogido y menos aún recibido como exigencia de
reforma radical para todos los consagrados y, especialmente, para las mujeres
consagradas.
La
debilidad y fragilidad que sufre este sector nos obliga a reafirmar fuertemente
y recordar la necesidad de la formación continua para una auténtica vida en el
Espíritu y para mantenernosmentalmente abiertos y coherentes en el camino de
crecimiento y de fidelidad. No falta ciertamente, en líneas generales, una
adhesión formal a dicha urgencia y se constata un enorme estudio científico
sobre el tema, pero en realidad la práctica que le sigue es frágil, pobre y, a
menudo, incoherente, caótica y desinteresada.
«Testigo
del Evangelio –recuerda el papa Francisco– es uno que ha encontrado a
Jesucristo, que lo ha conocido, o mejor, se ha sentido conocido por Él,
reconocido, respetado, amado, perdonado y este encuentro le ha tocado en lo más
profundo, le ha llenado de alegría nueva, un nuevo significado para la vida. Y
esto trasluce, se comunica, se transmite a los demás».
La
Palabra, fuente genuina de espiritualidad de la que extraer el supremo
conocimiento de Cristo Jesús (Flp 3,8), debe habitar lo cotidiano de nuestra
vida. Sólo así su potencia (cf. 1Tes 1,5) podrá penetrar en la fragilidad de lo
humano, fermentar y edificar los lugares de vida común, rectificar los
pensamientos, los afectos, las decisiones, los diálogos entretejidos en los
espacios fraternos. Siguiendo el ejemplo de María, la escucha de la Palabra
debe convertirse en aliento de vida en cada instante de la existencia. Nuestra
vida, de este modo, confluye en la unidad de pensamiento, se reanima en la
inspiración por una renovación constante, fructífera, en la creatividad
apostólica.
El
apóstol Pablo pedía al discípulo Timoteo que buscara la fe (cf. 2Tim 2,22) con
la misma constancia que cuando era niño (cf. 2Tim 3,15), en primer lugar,
permaneciendo firme en lo que había aprendido, es decir, en las sagradas Escrituras:
Toda Escritura está inspirada por Dios y es útil para enseñar, argüir,
encaminar e instruir en la justicia. Con lo cual el hombre de Dios estará
formado y capacitado para toda clase de obras buenas. (2Tim 3,16-17).
Escuchamos esta invitación como dirigida a nosotros para que nadie se vuelva
perezoso en la fe (cf. Hb 6,12). Ella es la compañera de vida que nos permite
percibir con ojos siempre nuevos las maravillas que Dios realiza con nosotros y
nos orienta hacia una respuesta obediente y responsable.
El Evangelio, la norma ideal de la Iglesia y de la vida consagrada, debe representar su normalidad en la práctica, su estilo y su modo de ser. Éste es el reto que propone el papa Francisco. Invitando a un nuevo equilibrio eclesiológico entre la Iglesia como cuerpo jerárquico y la Iglesia como Cuerpo de Cristo, nos ofrece los elementos para realizar esta operación, que puede producirse sólo in corpore vivo de la Iglesia, y por tanto dentro y a través de nosotros. Evangelizar no significa llevar un mensaje reconocidamente útil por el mundo, ni una presencia que se impone, ni una visibilidad que ofende, ni un esplendor que ciega, sino el anuncio de Jesucristo esperanza en nosotros (cf. Col 1,27-28), hecho con palabras de gracia (Lc 4,22), con una conducta buena entre los hombres (1Pe 2,12) y con la fe que obra por medio del amor (Gal 5,6).
El Evangelio, la norma ideal de la Iglesia y de la vida consagrada, debe representar su normalidad en la práctica, su estilo y su modo de ser. Éste es el reto que propone el papa Francisco. Invitando a un nuevo equilibrio eclesiológico entre la Iglesia como cuerpo jerárquico y la Iglesia como Cuerpo de Cristo, nos ofrece los elementos para realizar esta operación, que puede producirse sólo in corpore vivo de la Iglesia, y por tanto dentro y a través de nosotros. Evangelizar no significa llevar un mensaje reconocidamente útil por el mundo, ni una presencia que se impone, ni una visibilidad que ofende, ni un esplendor que ciega, sino el anuncio de Jesucristo esperanza en nosotros (cf. Col 1,27-28), hecho con palabras de gracia (Lc 4,22), con una conducta buena entre los hombres (1Pe 2,12) y con la fe que obra por medio del amor (Gal 5,6).
La Profecía de la vigilancia
10.
Como conclusión de las sesiones conciliares, el papa Pablo VI –con mirada
profética– despedía a los obispos reunidos en Roma, uniendo tradición y futuro:
«En esta asamblea universal, en este punto privilegiado del tiempo y del
espacio convergen a la vez el pasado, el presente y el porvenir. El pasado,
porque está aquí reunida la Iglesia de Cristo, con su tradición, su historia,
sus concilios, sus doctores, sus santos. El presente, porque nos separamos para
ir al mundo de hoy, con sus miserias, sus dolores, sus pecados, pero también
con sus prodigiosos éxitos, sus valores, sus virtudes… El porvenir está allí,
en fin, en el llamamiento imperioso de los pueblos para una mayor justicia, en
su voluntad de paz, en su sed, consciente o inconsciente, de una vida más
elevada: la que precisamente Cristo puede y quiere darles…».
El papa Francisco nos anima con pasión a proseguir con paso veloz y alegre el camino: «Guiados por el Espíritu, nunca rígidos, nunca cerrados, siempre abiertos a la voz de Dios que habla, que abre, que conduce, que nos invita a ir hacia el horizonte».
¿Qué tierras estamos habitando y qué horizontes se nos ha dado escrutar?
El papa Francisco nos anima con pasión a proseguir con paso veloz y alegre el camino: «Guiados por el Espíritu, nunca rígidos, nunca cerrados, siempre abiertos a la voz de Dios que habla, que abre, que conduce, que nos invita a ir hacia el horizonte».
¿Qué tierras estamos habitando y qué horizontes se nos ha dado escrutar?
El
papa Francisco llama a acoger el hoy de Dios y sus novedades, nos invita a las
«sorpresas de Dios» en la fidelidad, sin miedo ni resistencias, para «ser
profetas que dan testimonio de cómo Jesús ha vivido en esta tierra, que
anuncian cómo será en su perfección el Reino de Dios. Jamás un religioso debe
renunciar a su profecía».
Resuena
para nosotros la invitación a seguir en el camino llevando en el corazón las
esperanzas del mundo. Percibimos la ligereza y el peso mientras escrutamos la
imprevisible llegada de la nubecita. Humilde germen de una Noticia que no se
puede callar.
La vida religiosa vive un periodo de exigentes cambios y de necesidades nuevas. La crisis es el estado en el que se es llamado al ejercicio evangélico del discernimiento, es la oportunidad de elegir con sabiduría –como el escriba, que extrae del tesoro cosas nuevasy cosas antiguas (cf. Mt 13,52)– mientras recordamos que la historia siente la tentación de conservar más aquello que un día podrá ser utilizado. Corremos el riesgo de conservar “memorias” sacralizadas que vuelven menos cómoda la salida de la cueva de nuestras seguridades. El Señor nos ama con amor perenne (cf. Is 54,8): dicha confianza nos llama a la libertad.
La vida religiosa vive un periodo de exigentes cambios y de necesidades nuevas. La crisis es el estado en el que se es llamado al ejercicio evangélico del discernimiento, es la oportunidad de elegir con sabiduría –como el escriba, que extrae del tesoro cosas nuevasy cosas antiguas (cf. Mt 13,52)– mientras recordamos que la historia siente la tentación de conservar más aquello que un día podrá ser utilizado. Corremos el riesgo de conservar “memorias” sacralizadas que vuelven menos cómoda la salida de la cueva de nuestras seguridades. El Señor nos ama con amor perenne (cf. Is 54,8): dicha confianza nos llama a la libertad.
Unidos para escrutar el horizonte
Una
disimulada acedia (ἀκηδία) desgana, a veces, nuestro espíritu, ofusca la visión, agota las
decisiones y entorpece los pasos, conjugando la identidad de la vida consagrada
en un modelo envejecido y autoreferencial, en un horizonte breve: «se
desarrolla la psicología de la tumba, que poco a poco convierte a los
cristianos en momias de museo». Contra esta inercia del espíritu y de la
acción, contra esta desmotivación que entristece y apaga ánimo y voluntad, ya
Benedicto XVI exhortó: «No os unáis a los profetas de desventuras que proclaman
el final o el sinsentido de la vida consagrada en la Iglesia de nuestros días;
más bien revestíos de Jesucristo y portad las armas de la luz –como exhortaba
san Pablo (cf. Rm 13,11-14)–, permaneciendo despiertos y vigilantes. San
Cromacio de Aquileya escribía: “Que el Señor aleje de nosotros tal peligro, que
jamás nos dejemos apesadumbrar por el sueño de la infidelidad; que nos conceda
su gracia y su misericordia para que podamos velar siempre en la fidelidad a
Él. En efecto, nuestra fidelidad puede velar en Cristo” (Sermón 32,4)». La vida
religiosa está atravesando un vado, pero no puede quedarse en él
definitivamente. Estamos llamados a pasar al otro lado –Iglesia en salida, es
una de las expresiones típicas del papa Francisco– como kairós que exige renuncias,
nos pide dejar lo que se conoce y emprender un largo camino difícil, como
Abrahán hacia la tierra de Canaán (cf. Gn 12,1-6), como Moisés hacia una tierra
misteriosa, conectada con los patriarcas (cf. Ex 3,7-8) como Elías hacia
Sarepta de Sidón: todos hacia tierras misteriosas vislumbradas sólo en la fe.
No
se trata de responder a la pregunta de si lo que hacemos es bueno: el
discernimiento mira hacia horizontes que el Espíritu sugiere a la Iglesia,
interpreta el murmullo de las estrellas de la mañana sin salidas de emergencia,
ni atajos improvisados, se deja guiar a cosas grandes a través de señales
pequeñas y frágiles, poniendo en juego débiles recursos. Estamos llamados a una
obediencia común que se vuelve fe en el hoy para continuar juntos con «el
coraje de echar las redes con la fuerza de su palabra (cf. Lc 5,5) y no de
motivaciones sólo humanas».
La vida consagrada alimenta la esperanza de la promesa, está llamada a seguir el camino sin dejarse condicionar por lo que se queda atrás: Yo no pienso tenerlo todo ya conseguido. Únicamente, olvidando lo que queda atrás, me esfuerzo por lo que hay por delante (Flp 3,13-14). La esperanza no se construye basándose en nuestras fuerzas o nuestros números, sino mediante los dones del Espíritu: la fe, la comunión, la misión. Los consagrados son un pueblo liberado por la profesión de los consejos del Evangelio dispuesto a mirar en la fe más allá del presente, invitado a «ampliar la mirada para reconocer un bien mayor que nos beneficiará a todos». La meta de este camino está marcada por el ritmo del Espíritu, no es una tierra desconocida. Se abren delante de nuestro caminar nuevas fronteras, realidades nuevas, otras culturas, necesidades diversas, suburbios.
La vida consagrada alimenta la esperanza de la promesa, está llamada a seguir el camino sin dejarse condicionar por lo que se queda atrás: Yo no pienso tenerlo todo ya conseguido. Únicamente, olvidando lo que queda atrás, me esfuerzo por lo que hay por delante (Flp 3,13-14). La esperanza no se construye basándose en nuestras fuerzas o nuestros números, sino mediante los dones del Espíritu: la fe, la comunión, la misión. Los consagrados son un pueblo liberado por la profesión de los consejos del Evangelio dispuesto a mirar en la fe más allá del presente, invitado a «ampliar la mirada para reconocer un bien mayor que nos beneficiará a todos». La meta de este camino está marcada por el ritmo del Espíritu, no es una tierra desconocida. Se abren delante de nuestro caminar nuevas fronteras, realidades nuevas, otras culturas, necesidades diversas, suburbios.
Imitando
el juego en equipo del profeta Elías y de su siervo, es necesario recogerse en
oración con un sentido de pasión y compasión por el bien del pueblo que vive en
contextos desorientados y a menudo dolorosos. Urge también el servicio generoso
y paciente del siervo, que sube a escrutar el mar, hasta percibir la pequeña
“señal” de una historia nueva, de una “lluvia grande”. La brisa tenue se puede
identificar hoy con muchos deseos inquietos de nuestros contemporáneos, que
buscan interlocutores sabios, pacientes compañeros de camino, capaces de una
acogida a corazón abierto, facilitadores y no controladores de la gracia, para
nuevas épocas de fraternidad y salvación.
Una guía “detrás del pueblo”
12.
Es indispensable, al mismo tiempo, que el éxodo lo realicemos juntos, guiados
con sencillez y claridad por quien sirve con autoridad buscando el rostro del
Señor como prioridad. Invitamos a quien ha sido llamado a dicho servicio a
ejercitarlo obedeciendo al Espíritu, con denuedo y constancia, para que la
complejidad y la transición se puedan gestionar y no se pare o se frene el
paso.
Exhortamos a una guía que no deje las cosas como están, que aleje «la tentación de dejar pasar y considerar inútil cualquier esfuerzo por mejorar la situación. Asoma, entonces, el peligro de convertirse en gestores de la rutina, resignados a la mediocridad, inhibidos para intervenir, sin ánimo para señalar las metas de la auténtica vida consagrada y con el riesgo de que se apague el amor de los comienzos y el deseo de testimoniarlo».
Exhortamos a una guía que no deje las cosas como están, que aleje «la tentación de dejar pasar y considerar inútil cualquier esfuerzo por mejorar la situación. Asoma, entonces, el peligro de convertirse en gestores de la rutina, resignados a la mediocridad, inhibidos para intervenir, sin ánimo para señalar las metas de la auténtica vida consagrada y con el riesgo de que se apague el amor de los comienzos y el deseo de testimoniarlo».
Corre
el tiempo de las pequeñas cosas, de la humildad que sabe ofrecer pocos panes y
dos peces a la bendición de Dios (cf. Jn 6,9), que sabe entrever en la
nubecilla como la palma de una mano la llegada de la lluvia. No estamos
llamados a una guía preocupada y administrativa, sino a un servicio de
autoridad que oriente con claridad evangélica el camino que tenemos que
realizar juntos y con los corazones unidos, dentro de un presente frágil en el
que ya el futuro se está generando. No nos sirve una «simple administración»,
es más bien necesario «caminar detrás del pueblo para ayudar a los rezagados y,
sobre todo, porque el rebaño mismo tiene su olfato para encontrar nuevos
caminos».
Una
guía que acoja y anime con ternura empática la mirada de los hermanos y las
hermanas, incluso la de aquellos que caminan con dificultad o frenan la marcha,
ayudándoles a superar prisas, miedos y actitudes de renuncia. Puede haber quien
vuelva al pasado, quien con nostalgia subraye las diferencias, quien rumie en
silencio o plantee dudas sobre la escasez de medios, recursos, personas. «No
nos quedemos anclados en la nostalgia de estructuras y costumbres que ya no son
cauces de vida en el mundo actual».
Se
puede oír el eco del siervo de Elías que repite, escrutando el horizonte: ¡No
se ve nada! (1Re 18,43). Estamos llamados a la gracia de la paciencia, a
esperar y volver a escrutar el cielo hasta siete veces, todo el tiempo que sea
necesario, para que el camino de todos no se detenga por la indolencia de
algunos. Me hice débil con los débiles para ganar a los débiles. Me hice todo a
todos para salvar como sea a algunos. Y todo lo hago por la buena noticia, para
participar deella (1Co 9,22-23).
Se
nos ha dado el saber orientar el camino fraterno hacia la libertad según los
ritmos y los tiempos de Dios. Escrutar juntos el cielo y vigilar significa
estar todos llamados a la obediencia para «entrar en “otro” orden de valores,
captar un sentido nuevo y diferente de la realidad, creer que Dios ha pasado
también cuando no ha dejado huellas visibles, pero lo hemos percibido como voz
de silencio sonora que nos lleva a experimentar una libertad imprevisible, para
tocar los umbrales del misterio: Porque mis planes no son vuestros planes,
vuestros caminos no son mis caminos, oráculo del Señor (Is 55,8)».
En
este éxodo que asusta a la lógica humana –que exigiría metas claras y caminos
experimentados– resuena una pregunta: ¿quién robustecerá las rodillas
vacilantes (Cf. Is 35,3)?
La
acción del Espíritu en situaciones complejas y bloqueadas se hace presente en
el corazón, que es el que simplifica e indica prioridades y da sugerencias para
llegar a las metas a las que nos quiere conducir. Es oportuno partir siempre de
los soplidos de alegría del Espíritu, él intercede por nosotros con gemidos
inarticulados […] por los consagrados de acuerdo con Dios (Rm 8,26-27). «Pero
no hay mayor libertad que la de dejarse llevar por el Espíritu, renunciar a
calcularlo y controlarlo todo, y permitir que Él nos ilumine, nos guíe, nos
oriente, nos impulse hacia donde Él quiera. Él sabe bien lo que hace en cada
época y en cada momento. ¡Esto
se llama ser misteriosamente fecundos!».
La mística del encuentro
13.
«Como “centinelas” que mantienen vivo en el mundo el deseo de Dios y lo
despiertan en el corazón de tantas personas con sed de infinito», estamos
invitados a ser buscadores y testigos de proyectos de Evangelio visibles y
vitales. Hombres y mujeres de fe fuerte, pero también con capacidad de empatía,
de cercanía, de espíritu creativo y creador, que no pueden limitar ni el
espíritu, ni el carisma en las rígidas estructuras, ni en el miedo a
abandonarlas.
El
papa Francisco nos invita a vivir la “mística del encuentro”: «la capacidad de
escuchar, de escuchar a las demás personas. La capacidad de buscar juntos el
camino, el método […] y significa también no asustarse, no asustarse de las
cosas».
«Si
cada uno de vosotros es para los demás –continua el Santo Padre–, una
posibilidad preciosa de encuentro con Dios, se trata de redescubrir la
responsabilidad de ser profecía como comunidad, de buscar juntos, con humildad
y con paciencia, una palabra de sentido que puede ser un don y testimoniarla
con sencillez. Vosotros sois como antenas dispuestas a acoger los brotes de
novedad suscitados por el Espíritu Santo, y podéis ayudar a la comunidad
eclesial a asumir esta mirada de bien y encontrar sendas nuevas y valientes
para llegar a todos».
Un
paradigma conciliar ha sido la preocupación porel mundo y por el hombre. Dado
que el hombre –no el hombre abstracto, sino el hombre concreto– «este hombre es
el primer camino que la Iglesia debe recorrer en el cumplimiento de su misión»,
el compromiso con los hombres y las mujeres de nuestro tiempo sigue siendo
prioritario para nosotros. Un empeño que es el de siempre pero con renovada
fantasía: en la educación, en la sanidad, en la catequesis, en el
acompañamiento constante del hombre y sus necesidades, sus aspiraciones y sus
extravíos. El hombre en su corporeidad, en su realidad social, es el camino de
la evangelización. La vida consagrada se ha desplazado a las afueras de las
ciudades llevando a cabo un auténtico “éxodo” hacia los pobres, dirigiéndose
hacia el mundo de los abandonados. Debemos reconocer la generosidad ejemplar,
pero también que no han faltado tensiones y riesgos de ideologización, sobre
todo en los primeros años después del Concilio.
«La
antigua historia del samaritano –decía Pablo VI en el discruso de clausura del
Concilio– fue el paradigma de la espiritualidad del Concilio. Un sentimiento de
simpatía sin límites lo impregnó todo. El descubrimiento de las necesidades
humanas –y son tanto mayores cuanto más grande se hace el hijo de la tierra– ha
absorbido la atención de nuestro Sínodo. Vosotros, humanistas modernos, que
renunciáis a la trascendencia de las cosas supremas, conferidle siquiera este
mérito y reconoced nuestro nuevo humanismo: también nosotros, y más que nadie,
somos promotores del hombre».
Nuestra
misión se sitúa en la perspectiva de esta “simpatía”, en la perspectiva de la
centralidad de la persona que sabe empezar desde lo humano. Hacer emerger toda
la riqueza y verdad de humanidad que el encuentro con Cristo exige y favorece,
nos introduce al mismo tiempo a comprender que los recursos eclesiales son
importantes en cuanto recursos de verdadera humanidad y de promoción humana.
Pero ¿qué hombre y qué mujer se nos presentan? ¿Cuáles son los retos y las
renovaciones necesarias para una vida consagrada que quiera vivir con el mismo
“estilo” del Concilio, es decir, en actitud de diálogo y de solidaridad, de
profunda y auténtica “simpatía” con los hombres y las mujeres de hoy y su
cultura, su íntimo “sentir”, su autoconciencia, sus coordenadas morales?
Movidos
por el Espíritu de Cristo estamos llamados a reconocer lo que es verdaderamente
humano. Nuestra acción, si no, se limita a una identidad social, parecida a una
piadosa ONG, como ha repetido en diversas ocasiones el papa Francisco, dirigida
a construir una sociedad más justa, pero secularizada, cerrada a la
trascendencia, y en definitiva, ni siquiera justa. Los objetivos de la
promoción social debemos situarlos en el horizonte que evidencie y cuide el
testimonio del Reino y la verdad de lo humano.
En
nuestro tiempo, dominado por una comunicación invasiva y global incapaz, al
mismo tiempo, de comunicar con autenticidad, la vida consagrada está llamada a
ser signo de la posibilidad de relaciones humanas acogedoras, transparentes y
sinceras. La Iglesia, en la debilidad y en la soledad enajenante y
autorreferencial del ser humano, cuenta con la fraternidad “rica de gozo y de
Espíritu Santo” (Hch 13,52). «Specialis caritatis schola», la vida consagrada,
en sus múltiples formas de fraternidad, está modelada por el Espíritu Santo,
porque «donde está la comunidad, allí está también el Espíritu de Dios; y donde
está el Espíritu de Dios, allí está también la comunidad y toda gracia».
Apreciamos la fraternidad como lugar rico de misterio y «espacio teologal en el que se puede experimentar la presencia mística del Señor resucitado». Se percibe una diferencia entre este misterio y la vida cotidiana: estamos invitados a pasar de la forma de vida en común a la gracia de la fraternidad. De la forma communis a la relación humana de manera evangélica en virtud de la caridad de Dios que se infunde en nuestro corazón por medio del Espíritu Santo (cf. Rom 5,5).
Apreciamos la fraternidad como lugar rico de misterio y «espacio teologal en el que se puede experimentar la presencia mística del Señor resucitado». Se percibe una diferencia entre este misterio y la vida cotidiana: estamos invitados a pasar de la forma de vida en común a la gracia de la fraternidad. De la forma communis a la relación humana de manera evangélica en virtud de la caridad de Dios que se infunde en nuestro corazón por medio del Espíritu Santo (cf. Rom 5,5).
El
papa Francisco nos recuerda: «Me duele tanto comprobar cómo en algunas
comunidades cristianas, y aun entre personas consagradas, consentimos diversas
formas de odio, divisiones, calumnias, difamaciones, venganzas, celos, deseos
de imponer las propias ideas a costa de cualquier cosa, y hasta persecuciones
que parecen una implacable caza de brujas. ¿A quién queremos evangelizar con
estos comportamientos? […] Nadie se salva solo, esto es, ni como individuo
aislado ni por sus propias fuerzas. Dios nos atrae teniendo en cuenta la
compleja trama de relaciones interpersonales que supone la vida en una
comunidad humana».
Estamos
llamados entonces a reconocernos como fraternidad abierta a la
complementariedad del encuentro en la relación entre las diferencias, para
proceder unidos: «Una persona que conserva su peculiaridad personal y no
esconde su indentidad –exhorta el papa Francisco– cuando se integra
cordialmente en una comunidad no se anula, sino que recibe siempre nuevos
estímulos para su propio desarrollo». El estilo del “diálogo” que es «mucho más
que la comunicación de una verdad. Se realiza por el gusto de hablar y por el
bien concreto que se comunica entre los que se aman por medio de las palabras.
Es un bien que no consiste en cosas, sino en las personas mismas que mutuamente
se dan en el diálogo». Recordando que «el clima del diálogo es la amistad. Más
todavía, el servicio».
Nuestras
fraternidades son lugares en los que el misterio de lo humano toca el misterio
divino en la experiencia del Evangelio. Son dos los “lugares” en los que, de manera
privilegiada, el Evangelio se manifiesta, toma cuerpo, se dona: la familia y la
vida consagrada. En el primero, el Evangelio entra en la cotidianidad y muestra
su capacidad de transfigurar la vida real en el horizonte del amor. En el
segundo signo, icono de un mundo futuro que relativiza todo bien de este mundo,
se crea un lugar complementario y especular con respecto al primero, mientras
se muestra anticipadamente el cumplimiento del camino de la vida y se vuelven
relativas a la comunión definitiva con Dios todas las experiencias humanas,
incluso las más exitosas.
Llegamos
a ser “lugar del Evangelio” cuando aseguramos para nosotros y favorecemos para
todos el espacio del cuidado de Dios, e impedimos que todo el tiempo se llene
de cosas, de actividades, de palabras. Somos lugares de Evangelio cuando somos
mujeres y hombres de deseo: la espera de un encuentro, de una reunión, de una
relación. Por eso es esencial que nuestros ritmos de vida, los ambientes de
nuestra fraternidad, todas nuestras actividades se conviertan en espacios al
cuidado de una “ausencia”, que es presencia de Dios.
«La comunidad sostiene todo el apostolado. A veces las comunidades religiosas atraviesan tensiones, con el riesgo del individualismo y la dispersión, en cambio se necesita una comunicación profunda y relaciones auténticas. La fuerza humanizadora del Evangelio es testimoniada por la fraternidad vivida en comunidad, hecha de acogida, respeto, ayuda mutua, comprensión, cortesía, perdón y alegría». La comunidad así se convierte en casa en la que se vive la diferencia evangélica. El estilo del Evangelio, humano y sobrio, se manifiesta en la búsqueda que aspira a la transfiguración; en el celibato por el Reino; en el estudio y en la escucha de Dios y de su Palabra: obediencia que evidencia la diferencia cristiana. Signos claros en un mundo que vuelve a buscar lo más esencial.
«La comunidad sostiene todo el apostolado. A veces las comunidades religiosas atraviesan tensiones, con el riesgo del individualismo y la dispersión, en cambio se necesita una comunicación profunda y relaciones auténticas. La fuerza humanizadora del Evangelio es testimoniada por la fraternidad vivida en comunidad, hecha de acogida, respeto, ayuda mutua, comprensión, cortesía, perdón y alegría». La comunidad así se convierte en casa en la que se vive la diferencia evangélica. El estilo del Evangelio, humano y sobrio, se manifiesta en la búsqueda que aspira a la transfiguración; en el celibato por el Reino; en el estudio y en la escucha de Dios y de su Palabra: obediencia que evidencia la diferencia cristiana. Signos claros en un mundo que vuelve a buscar lo más esencial.
La
comunidad que sentada en torno a la mesa reconoce Cristo al partir el pan (cf.
Lc 24,13-35) es también lugar en el que cada uno reconoce su fragilidad. La fraternidad
no produce la perfección de las relaciones, pero acoge el límite de todos y lo
lleva en el corazón y en la oración como herida infligida al mandamiento del
amor (cf. Jn 13,31-35): lugar donde el misterio pascual obra la curación y
acrecienta la unidad. Acontecimiento de gracia invocado y recibido por los
hermanos y hermanas que están juntos no por elección, sino por llamada,
experiencia de la presencia del Resucitado.
La profecía de la mediación
14.
Las familias religiosas nacieron para inspirar caminos nuevos, para ofrecer
recorridos impensables o responder ágilmente a necesidades humanas y del
espíritu. Puede suceder que con el tiempo la institucionalización se cargue de
“prescripciones que resultan anticuadas” y las exigencias sociales conviertan
las respuestas evangélicas en respuestas que se basan en una eficiencia y una
racionalidad “de empresa”. Puede suceder que la vida religiosa pierda la
reputación, la audacia carismática y la parresia evangélica, porque se sienta
atraída por luces extrañas a su identidad.
El
papa Francisco nos invita a la fidelidad creativa, a las sorpresas de Dios:
«Jesucristo también puede romper los esquemas aburridos en los cuales
pretendemos encerrarlo y nos sorprende con su constante creatividad divina.
Cada vez que intentamos volver a la fuente y recuperar la frescura original del
Evangelio, brotan nuevos caminos, métodos creativos, otras formas de expresión,
signos más elocuentes, palabras cargadas de renovado significado para el mundo
actual. En
realidad, toda auténtica acción evangelizadora es siempre “nueva”».
En la encrucijada del mundo
15.
El Espíritu nos llama a moldear el servitium caritatis según el sentir de la
Iglesia. La caridad «se ocupa de la construcción de la “ciudad del hombre”
según el derecho y la justicia. Así mismo, la caridad supera la justicia y la
completa siguiendo la lógica de la entrega y del perdón. La “ciudad del hombre”
no se promueve sólo con relaciones entre derechos y deberes sino, antes y más
aún, con relaciones de gratuidad, de misericordia y de comunión», y el
Magisterio nos introduce a una comprensión más amplia: «El riesgo de nuestro
tiempo es que la interdependencia de hecho entre los hombres y los pueblos no
se corresponda con la interacción ética de la conciencia y el intelecto, de la
que puede resultar un desarrollo realmente humano. Sólo con la caridad,
iluminada por la luz de la razón y de la fe, es posible conseguir objetivos de
desarrollo con un carácter más humano y humanizador».
Otras
coordenadas del espíritu nos llaman a reforzar bastiones en los que el
pensamiento y el estudio puedan custodiar la identidad humana y su rostro de
gracia en el flujo de las conexiones digitales y del mundo de los network, que
expresan una condición real y espiritual del hombre contemporáneo. La
tecnología infunde y al mismo tiempo comunica necesidades y estimula deseos que
el hombre ha concebido desde siempre: estamos llamados a habitar estas tierras
inexploradas para narrar el Evangelio. «Hoy, que
las redes y los instrumentos de la comunicación humana han alcanzado desarrollos inauditos, sentimos el desafío de descubrir y transmitir la mística de vivir juntos, de mezclarnos, de encontrarnos, de estar en brazos, de apoyarnos, de dejarnos llevar por esta marea algo caótica que puede convertirse en una verdadera experiencia de fraternidad, en una caravana solidaria, en una santa peregrinación».
Estamos invitados también a plantar tiendas ligeras en las encrucijadas de senderos inexplorados. A estar en el umbral, como el profeta Elías, que hizo de la geografía de las afueras una fuente de revelación: hacia el Norte, Sarepta; hacia el Sur, el Horeb; al Este del Jordán, a la soledad penitente y, finalmente a la ascensión al cielo. El umbral es el lugar donde el Espíritu gime: allí donde nosostros no sabemos ya ni qué decir, ni hacia dónde orientar nuestras esperas, pero donde el Espíritu conoce los designios de Dios (Rm 8,27) y nos los entrega. Tenemos el peligro, a veces, de atribuir a las vías del Espíritu nuestros mapas trazados desde hace mucho, porque repetir el mismo camino nos da seguridad. El papa Benedicto, nos abrió a la visión de una Iglesia que crece por atracción mientras que el papa Francisco sueña con «una opción misionera capaz de transformarlo todo, para que las costumbres, los estilos, los horarios, el lenguaje y toda estructura eclesial se convierta en un cauce adecuado para la evangelización del mundo actual más que para la autopreservación […] en constante actitud de “salida” y favorezca así la “respuesta positiva de todos aquellos a quienes Jesús convoca a su amistad”».
las redes y los instrumentos de la comunicación humana han alcanzado desarrollos inauditos, sentimos el desafío de descubrir y transmitir la mística de vivir juntos, de mezclarnos, de encontrarnos, de estar en brazos, de apoyarnos, de dejarnos llevar por esta marea algo caótica que puede convertirse en una verdadera experiencia de fraternidad, en una caravana solidaria, en una santa peregrinación».
Estamos invitados también a plantar tiendas ligeras en las encrucijadas de senderos inexplorados. A estar en el umbral, como el profeta Elías, que hizo de la geografía de las afueras una fuente de revelación: hacia el Norte, Sarepta; hacia el Sur, el Horeb; al Este del Jordán, a la soledad penitente y, finalmente a la ascensión al cielo. El umbral es el lugar donde el Espíritu gime: allí donde nosostros no sabemos ya ni qué decir, ni hacia dónde orientar nuestras esperas, pero donde el Espíritu conoce los designios de Dios (Rm 8,27) y nos los entrega. Tenemos el peligro, a veces, de atribuir a las vías del Espíritu nuestros mapas trazados desde hace mucho, porque repetir el mismo camino nos da seguridad. El papa Benedicto, nos abrió a la visión de una Iglesia que crece por atracción mientras que el papa Francisco sueña con «una opción misionera capaz de transformarlo todo, para que las costumbres, los estilos, los horarios, el lenguaje y toda estructura eclesial se convierta en un cauce adecuado para la evangelización del mundo actual más que para la autopreservación […] en constante actitud de “salida” y favorezca así la “respuesta positiva de todos aquellos a quienes Jesús convoca a su amistad”».
La
alegría del Evangelio nos pide tejer la espiritualidad como arte de la búsqueda
que explora metáforas alternativas e imágenes nuevas y crea perspectivas
inéditas. Partir de nuevo con humildad de la experiencia de Cristo y de su
Evangelio, es decir, del saber experiencial, a menudo desarmado, como David
ante Goliat. La potencia del Evangelio, experimentada en nosotros como
salvación y alegría, nos capacita a usar con sabiduría imágenes y símbolos
adecuados a una cultura que fagocita acontecimientos, pensamientos, valores,
devolviéndolos en continuos iconos seductores, eco de «una profunda nostalgia
de Dios, que se manifiesta de diversas maneras y pone a numerosos hombres y
mujeres en actitud de sincera búsqueda».
En
el pasado, uno de los temas fuertes de la vida espiritual era el símbolo del
viaje o de la ascensión: no en el espacio, sino hacia el centro del alma. Este
proceso místico, puesto como fundamento de la vida del espíritu, encuentra hoy
otras instancias de valor a las que ofrece luz y significado. La oración, la
purificación, el ejercicio de las virtudes se relacionan con la solidaridad, la
inculturación, el ecumenismo espiritual, la nueva antropología, pidiendo una
nueva hermenéutica y, según la antigua traditio patrística, nuevos caminos
mistagógicos.
Los consagrados y las consagradas, expertos en el Espíritu y conscientes del hombre interior en el que habita Cristo, están invitados a recorrer estos caminos, impidiendo al dia-bólico que divide y separa, y liberando el sim-bólico, es decir, la primacía de la unión y de la relación presente en la complejidad de la realidad creada, el designio de recapitular en Cristo todas las cosas, las celestes y las terrestres (Ef 1,10)
Los consagrados y las consagradas, expertos en el Espíritu y conscientes del hombre interior en el que habita Cristo, están invitados a recorrer estos caminos, impidiendo al dia-bólico que divide y separa, y liberando el sim-bólico, es decir, la primacía de la unión y de la relación presente en la complejidad de la realidad creada, el designio de recapitular en Cristo todas las cosas, las celestes y las terrestres (Ef 1,10)
¿Dónde
estarán los consagrados? Libres de vínculos por la forma evangélica de vida que
profesan, ¿sabrán detenerse –como centinelas– al margen, allí donde la mirada
se hace más nítida, más aguda y humilde el pensamiento? ¿Toda la vida religiosa
será capaz de acoger el reto de las preguntas que provienen de las encrucijadas
del mundo?
La
experiencia de los pobres, el diálogo interreligioso e intercultural, la
complementariedad hombre-mujer, la ecología en un mundo enfermo, la eugenesia
sin frenos, la economía globalizada, la comunicación planetaria y el lenguaje
simbólico son los nuevos horizontes hermenéuticos que no se pueden simplemente
enumerar, sino que están habitados y fermentados bajo la guía del Espíritu que
en todo gime (cf. Rm 8,22-27). Son recorridos de una época que pone en cuestión
sistemas de valores, lenguajes, prioridades y antropologías. Millones de
personas caminan a través de mundos y civilizaciones, desestabilizando
identidades antiguas y favoreciendo mezclas de culturas y religiones.
La vida consagrada ¿será capaz de ser interlocutora acogedora «de esa búsqueda de Dios cuya presencia aletea siempre en el corazón humano»? ¿Será capaz de presentarse –como Pablo– en la plaza de Atenas y hablar del Dios desconocido a los gentiles (cf. Hch 17,22-34)? ¿Será capaz de alimentar el ardor del pensamiento para alentar el valor de la alteridad y la ética de las diferencias en la convivencia pacífica?
En sus diversas formas la vida consagrada ya está presente en estas encrucijadas. Desde hace siglos, in primis los monasterios, las comunidades y las fraternidades en territorios de frontera viven un testimonio silencioso, lugar de Evangelio, de diálogo, de encuentro. Muchos consagrados y consagradas, del mismo modo, viven el día a día de los hombres y de las mujeres de hoy, compartiendo alegrías y dolores, animando el orden temporal con la sabiduría y la audacia de «encontrar caminos nuevos y valientes para alcanzar a todos» en Cristo, e «ir más allá, no solamente más allá, sino más allá y en medio, allí donde se pone todo en juego».
La vida consagrada ¿será capaz de ser interlocutora acogedora «de esa búsqueda de Dios cuya presencia aletea siempre en el corazón humano»? ¿Será capaz de presentarse –como Pablo– en la plaza de Atenas y hablar del Dios desconocido a los gentiles (cf. Hch 17,22-34)? ¿Será capaz de alimentar el ardor del pensamiento para alentar el valor de la alteridad y la ética de las diferencias en la convivencia pacífica?
En sus diversas formas la vida consagrada ya está presente en estas encrucijadas. Desde hace siglos, in primis los monasterios, las comunidades y las fraternidades en territorios de frontera viven un testimonio silencioso, lugar de Evangelio, de diálogo, de encuentro. Muchos consagrados y consagradas, del mismo modo, viven el día a día de los hombres y de las mujeres de hoy, compartiendo alegrías y dolores, animando el orden temporal con la sabiduría y la audacia de «encontrar caminos nuevos y valientes para alcanzar a todos» en Cristo, e «ir más allá, no solamente más allá, sino más allá y en medio, allí donde se pone todo en juego».
Los
consagrados y consagradas en el limine están llamados a abrir “claros ”, como
en otros tiempos se abrían espacios en los bosques para fundar ciudades. Las
consecuencias de tales opciones, como subraya el papa Francisco, son inciertas,
nos apremian sin duda a una salida del centro hacia las afueras, a una
redistribución de las fuerzas en las que no predomina la defensa del statu quo
y la valoración del beneficio, sino la profecía de las opciones evangélicas.
«El carisma no es una botella de agua destilada. Es necesario vivirlo con
energía, releyéndolo también culturalmente».
En el signo de lo pequeño
16.
Continuamos nuestro viaje tejiendo mediaciones en el signo humilde del
Evangelio: «no perdáis nunca el impulso de caminar por los caminos del mundo,
la conciencia de caminar, ir incluso con paso incierto o cojeando, es mejor que
estar parados, cerrados en las propias preguntas o en las propias seguridades».
Los
iconos que hemos meditado –de la nube que acompañaba el éxodo a las aventuras
del profeta Elías– nos revelan que el Reino de Dios se manifiesta entre
nosotros en el signo de lo pequeño. «Creámosle al Evangelio, que dice que el
Reino de Dios ya está presente en el mundo, y está desarrollándose aquí y allá,
de diversas maneras: como la pequeña semilla que puede llegar a convertirse en
una planta grande (cf. Mt 13,31-32), como el puñado de levadura, que fermenta
una gran masa (cf. Mt 13,33), y como la buena semilla que crece en medio de la
cizaña (cf. Mt 13,24-30), y siempre puede sorprendernos gratamente».
Quien
se detiene en la referencia a sí mismo, a menudo, posee la imagen y se conoce
sólo a sí mismo y su propio horizonte. Quien se empequeñece al margen puede
intuir y hacer crecer un mundo más humilde y espiritual.
Los nuevos caminos de fe brotan hoy en lugares humildes, en el signo de una Palabra que si se escucha y se vive lleva a la redención. Los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica que realizan opciones a partir de los pequeños signos interpretados en la fe y en la profecía que sabe intuir el más allá, se convierten en lugares de vida, allí brilla la luz y se escucha la invitación que llama a otros a seguir a Cristo.
Los nuevos caminos de fe brotan hoy en lugares humildes, en el signo de una Palabra que si se escucha y se vive lleva a la redención. Los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica que realizan opciones a partir de los pequeños signos interpretados en la fe y en la profecía que sabe intuir el más allá, se convierten en lugares de vida, allí brilla la luz y se escucha la invitación que llama a otros a seguir a Cristo.
Instauremos
un estilo de obras y de presencias pequeñas y humildes como el evangélico grano
de mostaza (cf. Mt 13,31-32), en el que brille sin fronteras la intensidad del
signo: la palabra valiente, la fraternidad feliz, la escucha de la voz débil,
la memoria de la casa de Dios entre los hombres. Es necesario cultivar «una
mirada contemplativa, esto es, una mirada de fe que descubra al Dios que habita
en sus hogares, en sus calles, en sus plazas. La presencia de Dios acompaña las
búsquedas sinceras que personas y grupos realizan para encontrar apoyo y
sentido a sus vidas. Él vive entre los ciudadanos promoviendo la solidaridad,
la fraternidad, el deseo de bien, de verdad, de justicia. Esa presencia no debe
ser fabricada sino descubierta, desvelada».
La
vida consagrada encuentra su fecundidad no sólo en testimoniar el bien, sino en
reconocerlo y saberlo indicar, especialmente donde no es normal verlo, en los
«no ciudadanos», los «ciudadanos a medias», los «desechos urbanos», los sin
dignidad. Pasar de las palabras de solidaridad a los gestos que acogen y
regeneran: la vida consagrada está llamada a dicha verdad.
El
papa Benedicto ya exhortaba: «os invito a una fe que sepa reconocer la
sabiduría de la debilidad. En las alegrías y en las aflicciones del tiempo
presente, cuando la dureza y el peso de la cruz se hacen notar, no dudéis de
que la kenosis de Cristo es ya victoria pascual. Precisamente en la limitación
y en la debilidad humana estamos llamados a vivir la configuración con Cristo,
en una tensión totalizadora que anticipa, en la medida de lo posible en el
tiempo, la perfección escatológica. En las sociedades de la eficiencia y del
éxito, vuestra vida, caracterizada por la “minoridad” y la debilidad de los
pequeños, por la empatía con quienes carecen de voz, se convierte en un
evangélico signo de contradicción».
Invitamos
a volver a la sabiduría evangélica vivida por los pequeños (cf. Mt 11,25): «Es
la alegría que se vive en medio de las pequeñas cosas de la vida cotidiana,
como respuesta a la afectuosa invitación de nuestro Padre Dios: Hijo, en la
medida de tus posibilidades trátate bien […] No te prives de pasar un buen día
(Eclo 14,11.14). ¡Cuánta ternura paterna se intuye detrás de estas palabras!».
La
actual debilidad de la vida consagrada deriva de haber perdido la alegría de
las «pequeñas cosas de la vida». En el camino de la conversión, los consagrados
y las consagradas podrían descubrir que la primera llamada –lo hemos recordado
en la carta Alegraos– es la llamada a la alegría como acogida de lo pequeño y
búsqueda del bien: «Sólo por hoy seré feliz, en la certeza de que he sido
creado para la felicidad, no sólo en el otro mundo, sino también en éste».
El
papa Francisco nos invita a dejarnos «llevar por el Espíritu, renunciar a
calcularlo y controlarlo todo, y permitir que Él nos ilumine, nos guíe, nos
oriente, nos impulse hacia donde Él quiera. Él sabe bien lo que hace falta en
cada época y en cada momento».
En coro en la statio orante
17.
El horizonte está abierto, mientras estamos invitados a la vigilancia orante
que intercede por el mundo. En ella seguimos vislumbrando pequeños signos que
presagian benéfica lluvia sobre nuestra aridez, susurros ligeros de una
presencia fiel.
El camino a recorrer para seguir la nube no es siempre fácil; el discernimiento exige a veces largas esperas que cansan; el yugo suave y dulce (cf. Mt 11,30) puede volverse pesado. El desierto es también un lugar de soledad, de vacío. Un lugar donde falta todo lo fundamental para vivir: el agua, la vegetación, la compañía de otras personas, el calor de un amigo, incluso la vida misma. Cada uno en el desierto, en silencio y soledad, toca su imagen más auténtica: se mide a sí mismo y al infinito, su fragilidad como grano de arena y la solidez de la roca como misterio de Dios.
El camino a recorrer para seguir la nube no es siempre fácil; el discernimiento exige a veces largas esperas que cansan; el yugo suave y dulce (cf. Mt 11,30) puede volverse pesado. El desierto es también un lugar de soledad, de vacío. Un lugar donde falta todo lo fundamental para vivir: el agua, la vegetación, la compañía de otras personas, el calor de un amigo, incluso la vida misma. Cada uno en el desierto, en silencio y soledad, toca su imagen más auténtica: se mide a sí mismo y al infinito, su fragilidad como grano de arena y la solidez de la roca como misterio de Dios.
Los
israelitas permanecían acampados, hasta que la nube se paraba sobre la tienda;
volvían a partir por el camino cuando la nube se alzaba y dejaba la morada.
Pararse y volver a partir: una vida guiada, reglamentada, ritmada por la nube
del Espíritu. Una vida para vivir en atenta vigilia.
Elías,
acurrucado sobre sí mismo, aplastado por el dolor y la infidelidad del pueblo,
lleva sobre los hombros y en el corazón el sufrimiento y la traición. Él mismo
se convierte en oración, súplica orante, entrañas que interceden. A su lado y
por él, el chico escruta el cielo, para ver si del mar aparece la señal de
respuesta a la promesa de Dios.
Es
el paradigma del itinerario espiritual de cada uno, mediante el cual el hombre
se convierte realmente en amigo de Dios, instrumento de su plan de salvación
divino, y toma conciencia de su vocación y misión para beneficio de todos los
débiles de la tierra.
La vida consagrada en el momento presente está llamada a vivir con especial intensidad la statio de la intercesión. Somos conscientes de nuestro límite y de nuestra finitud, mientras nuestro espíritu atraviesa el desierto y la consolación buscando a Dios y los signos de su gracia, tiniebla y luz. En esta statio orante nos jugamos la rebelde obediencia de la profecía de la vida consagrada, que se hace voz de pasión para la humanidad. Plenitud y vacío – como percepción profunda del misterio de Dios, del mundo y de lo humano– son experiencias que atravesamos a lo largo del camino con la misma intensidad.
La vida consagrada en el momento presente está llamada a vivir con especial intensidad la statio de la intercesión. Somos conscientes de nuestro límite y de nuestra finitud, mientras nuestro espíritu atraviesa el desierto y la consolación buscando a Dios y los signos de su gracia, tiniebla y luz. En esta statio orante nos jugamos la rebelde obediencia de la profecía de la vida consagrada, que se hace voz de pasión para la humanidad. Plenitud y vacío – como percepción profunda del misterio de Dios, del mundo y de lo humano– son experiencias que atravesamos a lo largo del camino con la misma intensidad.
El
papa Francisco nos interpela: «¿Tú luchas con el Señor por tu pueblo, como
Abrahán luchó (cf. Gn 18, 22-33)? Esa oración valiente de intercesión. Nosotros
hablamos de parresia, de valor apostólico, y pensamos en los proyectos
pastorales, esto está bien, pero la parresia misma es necesaria también en la
oración».
La
intercesión se hace voz de las pobrezas humanas, adventus y eventus: preparación
a la respuesta de la gracia, a la fecundidad de la tierra árida, a la mística
del encuentro en el signo de lo pequeño.
La
capacidad de sentarse en coro hace a los consagrados y las consagradas no
profetas solitarios, sino hombres y mujeres de comunión, de escucha común de la
Palabra, capaces de elaborar juntos significados y signos nuevos, pensados y
construidos incluso en el momento de las persecuciones y del martirio. Se trata
de un camino hacia la comunión de diferencias: signo del Espíritu que sopla en
nuestros corazones la pasión para que todos sean uno (Jn 17,21). Así se
manifiesta una Iglesia que –sentada a la mesa después de un camino de dudas y
de comentarios tristes y sin esperanza– reconoce a su Señor al partir el pan
(Lc 24,13-35), revestida de esencialidad evangélica.
III.PARA LA REFLEXIÓN
18. Las provocaciones del Papa Francisco
«Cuando
el Señor quiere darnos una misión, quiere darnos un trabajo, nos prepara para
que lo hagamos bien», precisamente «como preparó a Elías». Lo importante «no es
que él haya encontrado al Señor» sino «todo el recorrido para llegar a la
misión que el Señor te confía». Y precisamente «ésta es la diferencia entre la
misión apostólica que el Señor nos da y el deber humano, honrado, bueno». Por
lo tanto «cuando el Señor da una misión, nos hace siempre entrar en un proceso
de purificación, un proceso de discernimiento, un proceso de obediencia, un
proceso de oración».
«¿Son
mansos, humildes? ¿En esa comunidad hay luchas entre ellos por el poder, peleas
por la envidia? ¿Se critica? Entonces no van por la senda de Jesucristo». La
paz en una comunidad, en efecto, es una «peculiaridad muy importante. Tan
importante porque el demonio trata de dividirnos, siempre. Es el padre de la
división; con la envidia, divide. Jesús nos hace ver este camino, el camino de
la paz entre nosotros, del amor entre nosotros».
Es
importante, dijo también el Papa, «tener el hábito de pedir la gracia de la
memoria del camino que hizo el pueblo de Dios». La gracia también de la
«memoria personal: ¿qué ha hecho Dios conmigo en mi vida?, ¿cómo me ha hecho
caminar?». Es necesario también «pedir la gracia de la esperanza que no es
optimismo: es otra cosa». Y, por último, «pedir la gracia de renovar todos los
días la alianza con el Señor que nos ha llamado».
Y
éste «es nuestro destino: caminar en la perspectiva de las promesas, seguros de
que llegarán a ser realidad. Es hermoso leer el capítulo once de la Carta a los
hebreos, donde se relata el camino del pueblo de Dios hacia las promesas: cómo
esta gente amaba mucho estas promesas y las buscaba incluso con el martirio.
Sabía que el Señor era fiel. La esperanza no defrauda nunca». […] «Esta es
nuestra vida: creer y ponerse en camino» como hizo Abrahán, que «confió en el
Señor y caminó incluso en momentos difíciles».
No perdáis jamás el impulso de caminar por los senderos del mundo, la conciencia de que caminar, ir incluso con paso incierto o renqueando, es siempre mejor que estar parados, cerrados en los propios interrogantes o en las propias seguridades. La pasión misionera, la alegría del encuentro con Cristo que os impulsa a compartir con los demás la belleza de la fe, aleja el peligro de permanecer bloqueados en el individualismo.
No perdáis jamás el impulso de caminar por los senderos del mundo, la conciencia de que caminar, ir incluso con paso incierto o renqueando, es siempre mejor que estar parados, cerrados en los propios interrogantes o en las propias seguridades. La pasión misionera, la alegría del encuentro con Cristo que os impulsa a compartir con los demás la belleza de la fe, aleja el peligro de permanecer bloqueados en el individualismo.
Los
religiosos son profetas. Son aquellos que han elegido un seguimiento de Jesús
que imita su vida con la obediencia al Padre, la pobreza, la vida de comunidad
y la castidad. […] En la Iglesia los religiosos están llamados especialmente a
ser profetas que dan testimonio de cómo ha vivido Jesús en este mundo, y que
anuncian cómo será el Reino de Dios en su perfección. Un religioso no debe
jamás renunciar a la profecía.
Ésta es una actitud cristiana: la vigilancia. La vigilancia sobre uno mismo: ¿qué ocurre en mi corazón? Porque donde está mi corazón está mi tesoro. ¿Qué ocurre ahí? Dicen los padres orientales que se debe conocer bien si mi corazón está turbado o si mi corazón está tranquilo. […] Después ¿qué hago? Intento entender lo que sucede, pero siempre en paz. Entender con paz. Luego, vuelve la paz y puedo hacer la discussio conscientiae. Cuando estoy en paz, no hay turbulencia: “¿Qué ha ocurrido hoy en mi corazón?”. Y esto es vigilar. Vigilar no es ir a la sala de tortura, ¡no! Es mirar el corazón. Tenemos que ser dueños de nuestro corazón. ¿Qué siente mi corazón, qué busca? ¿Qué me ha hecho feliz hoy y qué no me ha hecho feliz?.
Ésta es una actitud cristiana: la vigilancia. La vigilancia sobre uno mismo: ¿qué ocurre en mi corazón? Porque donde está mi corazón está mi tesoro. ¿Qué ocurre ahí? Dicen los padres orientales que se debe conocer bien si mi corazón está turbado o si mi corazón está tranquilo. […] Después ¿qué hago? Intento entender lo que sucede, pero siempre en paz. Entender con paz. Luego, vuelve la paz y puedo hacer la discussio conscientiae. Cuando estoy en paz, no hay turbulencia: “¿Qué ha ocurrido hoy en mi corazón?”. Y esto es vigilar. Vigilar no es ir a la sala de tortura, ¡no! Es mirar el corazón. Tenemos que ser dueños de nuestro corazón. ¿Qué siente mi corazón, qué busca? ¿Qué me ha hecho feliz hoy y qué no me ha hecho feliz?.
Gracias
a Dios vosotros no vivís y no trabajáis como individuos aislados, sino como
comunidad: y ¡dad gracias a Dios por esto! La comunidad sostiene todo el
apostolado. A veces, las comunidades religiosas atraviesan tensiones, con el
riesgo del individualismo y de la dispersión, mientras que se necesita una
comunicación profunda y relaciones auténticas. La fuerza humanizadora del
Evangelio es testimoniada por la fraternidad vivida en comunidad, hecha de
acogida, respeto, ayuda mutua, comprensión, cortesía, perdón y alegría.
Sois
levadura que puede producir un pan bueno para muchos, ese pan del que hay tanta
hambre: la escucha de las necesidades, los deseos, las desilusiones, la
esperanza. Como quien os ha precedido en vuestra vocación, podéis devolver la
esperanza a los jóvenes, ayudar a los ancianos, abrir caminos hacia el futuro,
difundir el amor en todo lugar y en toda situación. Si no sucede esto, si a
vuestra vida ordinaria le falta el testimonio y la profecía, entonces os repito
otra vez, ¡es urgente una conversión!.
En vez de ser sólo una Iglesia que acoge y que recibe teniendo las puertas abiertas, intentemos también ser una Iglesia que descubre nuevos caminos, que es capaz de salir de sí misma e ir hacia quien no la frecuenta, hacia quien se ha ido o es indiferente. Quien se ha ido, a veces lo ha hecho por razones que, comprendidas y valoradas justamente, pueden llevar a un regreso. Pero se necesita audacia y coraje.
En la vida consagrada se vive el encuentro entre los jóvenes y los ancianos, entre la observancia y profecía. ¡No las veamos como dos realidades contrarias! Dejemos más bien que el Espíritu Santo anime ambas, y el signo de ello es la alegría: la alegría de observar, de caminar en una regla de vida; la alegría de ser guiados por el Espíritu, nunca rígidos, nunca cerrados, siempre abiertos a la voz de Dios que habla, que abre, que conduce, que nos invita a ir hacia el horizonte.
En vez de ser sólo una Iglesia que acoge y que recibe teniendo las puertas abiertas, intentemos también ser una Iglesia que descubre nuevos caminos, que es capaz de salir de sí misma e ir hacia quien no la frecuenta, hacia quien se ha ido o es indiferente. Quien se ha ido, a veces lo ha hecho por razones que, comprendidas y valoradas justamente, pueden llevar a un regreso. Pero se necesita audacia y coraje.
En la vida consagrada se vive el encuentro entre los jóvenes y los ancianos, entre la observancia y profecía. ¡No las veamos como dos realidades contrarias! Dejemos más bien que el Espíritu Santo anime ambas, y el signo de ello es la alegría: la alegría de observar, de caminar en una regla de vida; la alegría de ser guiados por el Espíritu, nunca rígidos, nunca cerrados, siempre abiertos a la voz de Dios que habla, que abre, que conduce, que nos invita a ir hacia el horizonte.
AVE, MUJER DE LA NUEVA ALIANZA
19.
Caminar siguiendo los signos de Dios significa experimentar la alegría y el
renovado entusiasmo del encuentro con Cristo, centro de la vida y fuente de las
decisiones y las obras.
El encuentro con el Señor se renueva cada día en la alegría del camino perseverante. «Siempre en camino, con esa virtud que es una virtud peregrina: ¡la alegría!».
El encuentro con el Señor se renueva cada día en la alegría del camino perseverante. «Siempre en camino, con esa virtud que es una virtud peregrina: ¡la alegría!».
El
momento actual invoca la necesidad de vigilar: «Vigilancia. Es mirar el
corazón. Debemos ser dueños de nuestro corazón. ¿Qué siente mi corazón? ¿Qué
busca? ¿Qué me ha hecho feliz hoy y qué no me ha hecho feliz? […] Esto es
conocer el estado de mi corazón, mi vida, cómo camino en la senda del Señor.
Porque, sin vigilancia, el corazón va a todas partes; y la imaginación viene
detrás. No
son cosas antiguas, no son cosas superadas».
El
consagrado se vuelve memoria Dei, recuerda la acción del Señor. El tiempo que
se nos concede caminar detrás de la nube nos pide perseverancia, ser fieles a
escrutar en la vigilia como si se viera lo invisible (Hb 11,27). Es el tiempo
de la nueva alianza. En los días del fragmento y del respiro breve, como a
Elías se nos pide velar, escrutar el cielo sin cansancio para divisar la
nubecilla, como la palma de la mano, custodiar la audacia de la perseverancia y
la visión nítida de la eternidad. Nuestro tiempo sigue siendo un tiempo de
exilio, de peregrinación, en la espera atenta y alegre de la realidad
escatológica en la que Dios será todo en todos.
María
«es la nueva arca de la alianza, ante la cual el corazón exulta de alegría, la
Madre de Dios presente en el mundo, que no guarda para sí esta divina
presencia, sino que la ofrece compartiendo la gracia de Dios. Y así –como dice
la oración– María es realmente causa nostrae laetitiae, el arca en la que el
Salvador, verdaderamente, está presente entre nosotros».